La corteza del queso, esa capa externa que protege y da carácter a muchas variedades, genera dudas entre los consumidores: ¿es seguro comerla o es preferible retirarla? La respuesta, según los expertos, depende del tipo de corteza y su proceso de elaboración.
Las cortezas naturales se forman durante la maduración del queso y suelen ser comestibles. Estas cortezas, ricas en mohos y bacterias beneficiosas, aportan sabores y texturas distintivas al producto. Quesos como el brie, el camembert o el rulo de cabra presentan una corteza blanca y aterciopelada que es parte integral de su degustación. Asimismo, quesos azules como el cabrales o el roquefort poseen cortezas naturales que pueden consumirse sin problema.
Sin embargo, no todas las cortezas son aptas para el consumo. Algunas variedades industriales utilizan recubrimientos artificiales, como ceras, parafinas o plásticos, destinados a proteger el queso durante su almacenamiento y transporte. Estas cortezas no son tóxicas, pero no están diseñadas para ser ingeridas y carecen de valor gastronómico. Quesos como el Edam, conocido por su capa roja de parafina, o ciertos tipos de gouda, entran en esta categoría.
La legislación exige que los fabricantes indiquen en el etiquetado si la corteza es no comestible. Sin embargo, en ocasiones, esta información pasa desapercibida para el consumidor. Expertos advierten sobre la importancia de leer las etiquetas de los quesos adquiridos en supermercados, ya que muchas cortezas son plásticas e incomestibles. Ignorar estas indicaciones puede conducir a molestias estomacales.
Además, es fundamental considerar las condiciones de higiene. Los quesos artesanales, que a menudo se comercializan sin envasar, pueden estar expuestos a contaminantes en la superficie de la corteza. Por ello, aunque la corteza sea natural y teóricamente comestible, es aconsejable asegurarse de su limpieza antes de consumirla.