«Antes la gente era más trabajadora y aguantaba más, no era tan moña como los jóvenes de ahora». Dependiendo de la edad que tengas procesarás esta frase de forma muy distinta, pero en lo que todos podemos coincidir es en que se trata de una afirmación muy de actualidad que habrás escuchado en la oficina, en la calle o en una comida familiar. Así se la escuché decir a una empleada de mediana edad. En el mercado laboral, desde hace unos años, ha irrumpido una generación dispuesta a trabajar para vivir, pero tal vez ya no a vivir para trabajar. Este cambio de chip lo lideran, especialmente, los más jóvenes, aunque se da en todas las edades.
Tras el confinamiento, este sentir se intensificó y se tradujo en La Gran Renuncia, con millones de empleados dejando su trabajo en Estados Unidos, un fenómeno que se extendió al resto del mundo. Los datos confirman que ese ciclo se ha cerrado, que la gente ya no dimite en masa, pero sí que persiste un cambio cultural que podría aumentar y que Amador Fernández-Savater (Madrid, 1974) identifica como una deserción. Se expresa en esos amigos que prefieren cobrar menos y tener más tiempo libre, en esa amiga que ya no se informa o el hermano mayor que pasa de la política, pero también en los miles de rusos y ucranianos que rehuyeron del servicio militar para evitar morir en una trinchera por motivos que ven indefendibles. El filósofo madrileño ha reflexionado mucho sobre este hecho tan desconcertante como cautivador.
Después de la pandemia mucha gente decidió dejar de sacrificar su vida por el trabajo, y no sólo por los trabajos de mierda, los bullshit jobs, como teorizó el antropólogo David Graeber. Los que han podido han repriorizado sus necesidades y deseos, optando por empleos menos absorbentes. A este fenómeno se le bautizó como La Gran Renuncia, pero tú hablas de algo que sobrepasa el mercado laboral. Es un sentimiento existencial. ¿Qué pasó?
Lo que pasó es una cuestión todavía por pensar. Se percibió un bajón del deseo, un apagón libidinal debido a las restricciones que hubo en ese momento. Se puede leer como un desvío del deseo, pero lo que se leía como una simple caída de las ganas quizás tenía que ver con una crisis de sentido a través de la cual empezaban a ser más deseables cosas que antes no lo habían sido. Es una observación que va haciendo uno mismo a través de lo que le rodea.
¿Y cómo se expresa?
En un artículo señalé tres deserciones del deseo: una en el trabajo, a la que se le llamó Gran Dimisión o Gran Renuncia, un gesto de retirada que viene a decir que el trabajo deja de ser el centro de la vida, lo cual supone una grieta en la identificación que había operado durante décadas en cuanto a la vida y el trabajo. También destaco la deserción de la política: todo lo que recibimos a través de los medios de comunicación son luchas de poder, un tablero de ajedrez que invita a colocarte en un bando u otro, la subordinación del bien común a luchas partidarias y un lenguaje convertido en propaganda. Ante eso hay un gesto de retirada que se expresa en las elecciones con un aumento de la abstención o la pasividad. Por último, hay una deserción respecto a los medios, que están enfrentados en una guerra por conseguir nuestra atención y buscan decir la más gorda para capturarla. Mucha gente no ve noticias y no se informa porque les genera ansiedad ver que es una situación ante la que no pueden hacer nada.
Más allá del aumento del número de excedencias, bajas o cambios de empleo parece una actitud propia de estos tiempos, como apuntabas en un artículo: «Antes, contra la represión, liberación. Ahora, contra la presión, deserción». ¿La desafección y el antitrabajo serán la revolución pasiva del siglo XXI?
Por ahora lo veo como un síntoma de algo, una incógnita en la sociedad y en nosotros mismos. ¿Qué está pasando? Nos invita a pensar y repensar qué politización podría haber en esa deserción. Palabras de otros tiempos, como revolución, le van grande y aplicarla a estos fenómenos puede ser una mala respuesta para el interrogante que nos plantean. Quizás lo que hay no se parece a lo que hubo. La deserción es una rechazo frente a unos modos de vida que la dañan y, por ello, se produce un alejamiento, una defección. Para hablar de revolución o política tendría que haber un lenguaje común o una cierta organización. Ahora lo veo como comportamientos involuntarios, viscerales, intentos de buscar una salida ante una vida que duele. La revolución es un intento de salida colectiva. Los comportamientos de deserción podrían albergar una cierta potencialidad de rechazo que podrían ser revolucionarios, pero ahora solo son una salida de un sistema que asfixia por su identificación con el mercado, la política y los medios.
Hay algo subversivo en la pasividad
Esta postura tiene algo de concepción oriental de la vida. ¿Por eso en Occidente está costando tanto entenderla?
Antes, en general, el poder venía a decirte que no hicieras algo en concreto. Así lo hacían poderes autoritarios y disciplinarios como el franquismo y, ante eso, la respuesta era liberación. Una liberación de lo prohibido o lo reprimido. Cuando ahora hablamos de que hay un paso de represión a presión quiere decir que el poder todo el rato está diciendo «haz». Trabaja, comunica, comparte en redes, compite, rinde más, explota cada momento de tu vida. Es un imperativo a un cierto hacer. La deserción es una pasividad ante esas obligaciones. Frente a un poder que obliga a nuestra fuerza de voluntad, se produce una retirada. Es una pasivización, y la pasividad, en Occidente, es extraña. Desde la modernidad, que podemos identificar con el capitalismo, siempre ha sido un impulso de expectación, de búsqueda de lo nuevo, de siempre más. Y la deserción es un comportamiento de menos, y hay algo subversivo en la pasividad. Es un fenómeno oriental, pero hay corrientes dentro del pensamiento occidental, como hizo Simone Weil, que pusieron mucho énfasis en la pasividad. En que el cambio cualitativo podría ser dejar de tener una relación con el mundo en términos de dominio para que todo sea como yo quiero, y que el vínculo se sustente, por el contrario, en la escucha, la acogida y la recepción.
¿Weil tuvo alguna conexión con pensadores orientales?
Tenía una lectura del Tao Te King de Lao-Tse y hay en ella un pensamiento contra el yo absoluto que va hacia adelante caiga quien caiga. Ella hablaba de que somos un barco que debe de tener en cuenta las relaciones con el entorno. Con respecto a la atención, sobre la cual también pensó mucho, hay esa apuesta por la espera, de ser capaces de recibir algo del mundo, no de producirlo, imponerlo o forzarlo. Políticamente, Weil se interesó en las fórmulas de acción que pasaran por una no-acción, donde lo revolucionario fuera más la desmovilización. Es un tema que tengo que explorar.
¿Cómo interpretas que Herman Melville se anticipase a todo esto en 1853 con ‘Bartleby, el escribiente’ y la icónica frase del enigmático protagonista «Preferiría no hacerlo»?
Si nos sigue interpelando quiere decir que seguimos en el mismo mundo. Vemos chocante que alguien diga que prefiera no hacer, no trabajar, no moverse. Es como un trozo de misterio oriental puesto por Melville. Que se cite tanto y siga leyéndose por tantos grandes pensadores tiene que ver con su fuerza de la pasividad. Ni siquiera podríamos decir que el protagonista lucha porque su preferiría no hacerlo lo dice con cortesía. Tampoco es un gesto de negación contundente. Es una fórmula extraña, una amabilidad que subvierte y descoloca. Y el jefe no entiende nada y está intrigado por esa postura. Bartleby busca una salida desde esa amabilidad subversiva que acaba mal. No sé si Melville nos quería decir que el mundo no sabe qué hacer con los Bartleby, que acaban encerrados.
Muchos empresarios tienen problemas para completar y fidelizar plantillas, sobre todo jóvenes, que pasan de tener empleos mal pagados o demasiado absorbentes. La lectura predominante es que son trabajadores débiles, incapaces de seguir el ritmo de sus padres, pero el problema es el modelo, que repele. ¿La deserción llegará involuntariamente a forzar un cambio económico y social?
Los jefes que no entienden qué está pasando ahora están como el jefe de Bartleby, aunque en el caso del relato el jefe se esfuerza y trata de comprender la situación de su empleado. Ese no entender es crucial. Hay un comportamiento incomprensible, anómalo. La deserción es interesante como síntoma porque abre un agujero negro sobre el que hay que preguntarse qué significa. Siempre hay que pensar a través de lo que uno no entiende. Los que intentan entenderlo, sin embargo, creo que lo reducen a una dimensión puramente económica, que también la tiene. Así lo recogió Joe Biden pidiendo a los empresarios que paguen más a los trabajadores. Está bien, pero sigue siendo una lectura cuantitativa de que se quiere más. ¿Y si es un fenómeno de disidencia cualitativa? Es decir, un rechazo del modelo, no solo de ser precario en esa estructura. Un rechazo de los ritmos y de la manera de trabajar. Todas estas luchas, entre comillas, no tienen un sindicato de desertores. Hacen huelga, pero no de forma clásica. La deserción se puede pensar como una huelga, pero no una en la que se piden mejoras y luego se negocia con el Gobierno. Todo esto por supuesto que puede forzar a un cambio, pero me cuesta ver en qué dirección. El absentismo en los años sesenta y setenta estuvo en el origen de la decisión de cambiar el modelo productivo del fordismo al postfordismo, de la sociedad de fábrica a otra financiera, de servicios. Los jóvenes no querían ir a la fábrica.
Desde el terror al deseo, hay muchas formas de forzar a la gente a hacer algo
«El «no a la guerra» no se expresa hoy saliendo a las calles, sino apagando la tele», escribiste. La escritora Svetlana Aleksiévich dijo, con motivo de la invasión rusa de Ucrania, que nunca antes en la historia había habido tanta gente en el mundo que se niegue a morir en una guerra por el motivo que sea. ¿Lo relacionarías con la deserción?
Totalmente. ¿Hasta qué punto la guerra ya no es solo la guerra y, de alguna manera, hay una batalla que se libra en nuestras sociedades a través de la economía y la política, que hacen una guerra a la vida? El término deserción es sugerente porque la guerra ha ampliado su campo de batalla. La guerra clásica, por otra aparte, sigue operando, como vemos en Ucrania o Gaza. Con lo que comentamos estamos poniendo la atención en una contratendencia, pero hay una tendencia guerrera que busca mantener una forma de vida caiga quien caiga, y las nuevas derechas son las que hacen de esto un emblema. Contra lo que problematiza y podría servir para provocar un cambio, cierran filas y miran hacia adelante. La otra opción es dar un giro. No estar dispuesto a sacrificar la vida por la política, los medios o una nación habla de una desafección general con respecto a una forma de vida de la que no participamos en su defensa. Aun así, el poder tiene muchas maneras de obligarte a hacerlo y encarrilar a los que se salen de la vía. Desde el terror al deseo, hay muchas formas de forzar a la gente a hacer algo. Nosotros somos el botín.
«Nuestra falta de atención es un mecanismo de defensa contra la aceleración cotidiana de los ritmos y la multiplicación de las señales, pero nos pasa una elevada factura. La vida con piloto automático anestesia la capacidad de escucha y de pensamiento, de creación y de autonomía», apuntabas en otro artículo. ¿Es la cara negativa de la deserción?
La idea de ese párrafo venía por la presión del rendimiento, de la competitividad, lo cual fomenta hacer las cosas de forma automática, sin prestar atención. Eso pasa factura porque se producen trabajos repetidos que no aportan nada. Y esta cuestión no está separada de lo que hablamos. El sistema quiere captar toda nuestra atención a través de los medios, la política o la economía, y te dice: «Mira aquí». Pon toda tu atención en esta mercancía, en esta batalla cultural, en esta noticia. Una manera de cuidar la atención es practicar un desvío de la atención. La deserción es una manera de desviar la atención y el deseo, entre los cuales hay un vínculo muy fuerte porque atendemos a lo que deseamos. Simone Weil ya habló de retirarnos de esas máquinas que quieren capturar el deseo continuamente porque somos el campo de batalla. Este desvío de la atención puede constituirse en una autonomía para construir mi propia manera de entender el mundo. Salirnos de la guerra cultural, donde todos intentan convencernos de una cosa sin dejar espacio para pensar, para tratar de conversar juntos, con tiempo y reflexionar algo por nuestra cuenta.
Callar y escuchar más, dejar de opinar. Volvemos a una idea oriental.
Está todo conectado. Poner atención es esperar lo desconocido, como una manera activa de esperar, decía Simone Weil, para tener una visión propia sobre algo. Y eso tiene que ver con un gesto de retirada: no compro lo que me dicen que debo comprar o no pienso lo que me dicen que debo pensar. Esta receptividad no busca controlar, tampoco saber siempre de todo y rechaza monologar; permite ser capaz de escuchar al resto para hacerse una idea propia.
El gusto por lo distinto se ve como un ruido a eliminar
Esto último que dices es clave para no caer en los pensamientos conspiranoicos que, a su manera, permiten construir una autonomía de la atención, pero sin escuchar a nadie. Y aquí lanzo otra reflexión: ¿Cuántos periodistas progresistas entrevistan a gente de derechas y viceversa? Confrontar ideas sin querer convencer promueve un pensamiento endogámico, que es lo que se ve en las redes y los grandes medios.
El gusto por lo distinto no está extendido y se ve como un ruido a eliminar. Sin embargo, creo que podemos escuchar a aquellos con los que estamos en desacuerdo. En el pensamiento de derechas hay mucha lucidez, pero ¿cómo prenden ciertas corrientes en la gente común? Estuve dando clases en colegios y unos chicos, en una ocasión, me recibieron cantando el Cara al sol. ¿Cómo podían molestarme?, debieron pensar, y evidentemente no cantaron La Polla Records, que es lo que cantábamos en mi época para incomodar. Me tocaba a mí preguntarme por lo que estaba pasando. Lo puedes tomar o desechar, porque puede haber un negacionismo de izquierdas. Los síntomas que no me interesa ver, los vinculo a una manipulación o a una falta de conciencia, en vez de afrontarlo como una pregunta. ¿Por qué pasa? ¿Qué me quieren decir cantando eso, que evidentemente rechazo?
También afirmas que la atención «es una ecología» y que sin cuidar de ese entorno «corremos el riesgo de volvernos personas derrotadas y resignadas, quejosas y victimizadas». ¿Cómo evitar caer en ese agujero?
Hay condiciones que nos superan como individuos. Puedes ser un profesor buenísimo, atento, que mantiene el deseo contra viento y marea, siempre capaz de escuchar a los chavales, de acompañarles y estar dispuesto a interrogarte, pero hay condiciones que erosionan la capacidad de escucha. Ritmos, burocracia u obligaciones que dificultan las cosas. Por eso es vital restaurar una dimensión de vínculo, de apoyo mutuo y de complicidad. Solo así podemos entender que lo que pasa no depende del heroísmo de cada uno, sino de condiciones estructurales que hay que intentar cambiar colectivamente. Si no se puede, al menos establecer redes que permitan afrontar las condiciones más adversas. Si en la escuela los profesores piensan juntos y se echan una mano, hay posibilidades de intervenir. De lo contrario, solo puedes convertirte en un profesor eternamente en queja contra alumnos y docentes porque no has establecido esos vínculos necesarios para actuar de otro modo.
Destaco otro de tus textos: «La muerte del paganismo implicó la muerte del Cosmos, que es como D. H. Lawrence llama a un tipo de relación amorosa con el mundo. Creer que cada cosa está habitada por un dios implica considerar que cada una es concreta y singular, que tiene valor en sí misma y por sí misma, que nos solicita una escucha y un cuidado específicos». Ahora todo se ve con un fin utilitarista. La revolución psicodélica de los años sesenta escondía facilitar la recuperación de ese vínculo amoroso bajo la frase Turn on, tune in, drop out (Enciende, sintoniza, abandona) de Timothy Leary. ¿Cómo revivir el Cosmos sin necesariamente tener que consumir LSD?
Puede ser que sí, ¿no? La psicodelia como reencantamiento del mundo. Hoy esa psicodelia podría ser un nuevo Eros. La reflexión del texto que citas la hice sobre la posibilidad de otra relación con el mundo en la cual las formas de vida, humanas o no humanas, no solo se tomaran desde la relación instrumental y se tuvieran en cuenta sus potencialidades, su misterio y la capacidad de generarnos preguntas. La cuestión de cómo se activa esa relación tiene que ver con el Eros, el amor. Eso nos permite considerar que algo no es simplemente una cosa para nuestro provecho o uso, sino que tiene una dignidad en sí misma. El amor es una potencia de singularización porque amamos siempre algo concreto por sus propias características e imperfecciones. Volviendo al ejemplo del docente y la relación con los alumnos, creo que mantenerla supone no verlos como vasos vacíos en los que hay que depositar el saber ya establecido, sino como potencias singulares que se dan en cada individuo según carácter, pasiones o capacidades. El docente amoroso es capaz de acompañar esa potencialidad de cada cual para que crezca, mientras que hoy todo está subordinado a la utilidad económica. Cómo captar en algo lo que existe más allá de su estado de instrumento me parece que tiene ver con establecer ese vínculo amoroso con el mundo.
«No pudo Podemos, tampoco podrá Milei. Incluso el apocalipsis decepciona. No hay Solución, sólo actividad», concluías en el mismo artículo, reivindicando el movimiento 15M como una respuesta al margen de partidos. En estos tiempos cuesta imaginar que se repita una experiencia colectiva como aquella y que, en caso de hacerlo, no termine absorbida por las lógicas de siempre. ¿Puede volver a brotar esa semilla? ¿Quizás la deserción es una fase embrionaria?
Antes del 15M, aunque fuera algo imperceptible entonces, había un gran movimiento de vacío, de deslegitimación. Era detectable en algunos pequeños grupos que surgían y expresaban desafección sobre una democracia secuestrada, que no lo era, como se llegaría a gritar. Para que algo suceda debe darse un vacío previo, decía Simone Weil. La deserción puede ser un nuevo proceso de vaciado, una desafección con respecto al estado de la democracia y el estado de partidos que incluye a los herederos del propio 15M. Podría dar lugar a un nuevo movimiento colectivo, que siempre es impredecible y novedoso en sus formas. La Historia siempre está abierta, hay grietas, luchas, cuestionamientos. Habría que tener en cuenta que la posibilidad de que surja algo hoy se vería mezclada con lo existente, que incluye fuerzas de extrema derecha que antes no había. Antes, la oposición era más simple, entre arriba y abajo, el 99 % o la casta. Ahora puede haber movilizaciones que sean reaccionarias. Si surgiera un espacio como el 15M habría que ver qué anhelos, valores y prácticas lo habitarían porque la realidad ahora es diferente. La derecha ahora también se expresa a nivel callejero.