A día de hoy pocos afirmarían que la banca tiene una imagen buena, acorde con el peso e importancia que las entidades financieras tienen en la economía de un país: la vital actividad de captación del ahorro y su canalización hacia actividades empresariales o familiares productivas y responsables.
Los bancos como organización son agentes útiles que ayudan a la prosperidad de una nación, si las personas que lo componen tienen unos objetivos adecuados. No hay bancos malos, hay malos comportamientos de banqueros y bancarios. Podríamos preguntarnos si las malas prácticas del pasado se deben a que el personal de banca es, de media, peor persona que los directivos y trabajadores de otros sectores. Estudios como "Business culture and dishonesty in the banking industry" de Alain Cohn, Ernst Fehr y Michel André Maréchal (2014) concluyen que los comportamientos poco honestos de los trabajadores de las entidades financieras estudiadas no se deben tanto a una falta de ética previa diferencial a la del resto de sujetos del experimento (profesionales de otras industrias y estudiantes), como a la cultura bancaria imperante, que debilita y socava la honestidad de sus integrantes. Falla el sistema, que no propaga unas normas de buen gobierno corporativo sino actitudes que pretenden beneficiar a corto plazo a accionistas y altos directivos, en detrimento de todos los demás agentes relacionados.
La imagen que debería tener un cliente de un banco no es la de una empresa que compra y vende dinero, en forma de productos de inversión o de créditos. Una entidad financiera opera en un sector muy regulado y con unos supervisores que se supone velan por el cumplimiento escrupuloso de la letra y el espíritu de las leyes que impregnan el mercado: el Banco de España y la Comisión Nacional del Mercado de Valores. La figura más cercana a las obligaciones legales que se les impone es la de un médico; en este caso, un profesional que debería velar por la salud de nuestro dinero, evitando recetarnos productos a los que somos alérgicos, como las participaciones preferentes, y cuidando de que no podamos abusar de determinados medicamentos, como los préstamos hipotecarios solicitados (y concedidos) de forma irresponsable.
Que los bancos están obligados a actuar como nuestros médicos monetarios no implica que seamos pacientes ignorantes: para cuidar de la salud de nuestros ahorros, además de acudir a varios médicos (para tener diferentes opiniones expertas), resulta muy útil conocer los términos básicos de los prospectos de los medicamentos que nos recetan y entender el sentido de las intervenciones quirúrgicas a las que nos recomiendan someternos. Una persona informada y formada no está más sana, pero se cura mejor de sus posibles dolencias.
La imagen de la banca debe mejorar, no por campañas publicitarias que no engañan a nadie, sino por un cambio de cultura bancaria que incentive los buenos médicos y expulse a los matasanos. El bienestar de muchos está en manos de pocos. Esperemos que cada vez mejores y no al contrario.