La frase «es la economía, estúpido», usada en la campaña electoral que enfrentó a George H. W. Bush con Bill Clinton y que ayudó a este último a convertirse en presidente de los EE.UU. en 1992, ha quedado grabada en el imaginario colectivo mundial. España acaba de alcanzar un récord en afiliación a la Seguridad Social de más de 20,8 afiliados. Los primeros 5 meses del año suman 468.184 empleos más, otro hito en nuestro mercado laboral. El contrato temporal es ya la excepción, no la norma. En Illes Balears superamos las 600.000 personas trabajando y el paro ha caído un 20,4% en términos interanuales.
En cuanto a nuestra locomotora turística, que ha demostrado ser inmune a pandemias víricas globales, rompe el techo de 2019 y nos trae a nivel nacional casi 21 millones de visitantes en los primeros 4 meses del año, de los cuales un 8,8% llegaron a Balears. ¿Cómo explicar en términos económicos la debacle del Gobierno de España y del poder autonómico y local?
Los estragos de la crisis COVID-19, el endeble escudo social para los colectivos más necesitados (pensemos en la embarazosa burocracia del Ingreso Mínimo Vital), la ola inflacionaria que empobrece a la clase media patria, o el incremento generalizado de impuestos más o menos sutil (impuestos como el IVA o el IRPF generan más recaudación sin que los ingresos del contribuyente hayan aumentado en términos reales, por ejemplo) podrían ser factores relevantes a considerar.
En clave autonómica, la riqueza generada por los visitantes se ha concentrado en unas pocas manos, ya que las empresas del sector, en general y con algunas loables excepciones, están pagando salarios reales cada vez más bajos. La baja productividad manda, el bolsillo del empleado lo paga. Vetar el alquiler turístico de calidad y bien regulado en favor de la empresa hotelera establecida ha sido otra forma de evitar una distribución más equitativa de los ingresos generados por el turismo.
La formación económica del votante promedio es, no nos engañemos, limitada. Así lo han permitido los diferentes políticos con su indiferencia hacia el principal motor de riqueza de un país: su sistema educativo. Hay que tenerlo muy en cuenta al atribuir a la economía el poder de influir en el voto; no se trata de cómo los expertos ven el sistema, sino de cómo lo perciben los votantes.
Si tras pagar el alquiler o la hipoteca de su vivienda, los gastos corrientes de la familia, cumplir con sus obligaciones fiscales y hacer frente a los imprevistos, apenas le queda para llegar a fin de mes y para disfrutar del ocio acaba gastando más de lo que ingresa, se va a votar enfadado. Y se castiga al que tiene la responsabilidad de gestionar el erario público en ese momento.
Tal vez los políticos prefieran que nos alineemos ideológicamente para persuadirnos alternativamente a un lado y a otro. Los economistas independientes preferimos que el votante reciba y pueda evaluar adecuadamente la situación económica, recompensando a los mejores gestores públicos. Por pedir, que no quede.