Ben Müller era un joven alemán, que trabajaba durante meses saboreando aún su último viaje, al tiempo que preparaba su próxima partida. Hace ya bastantes años que llegó a Mallorca y se enamoró de la isla, le encantó la ciudad de Palma, sus pequeñas callejuelas, la simpatía de sus habitantes, admiró la Catedral, el Castell de Bellver... y recorrió iglesias, bares, monumentos... Tenía un coche alquilado y recorrió Mallorca con la única ayuda -no había otra cosa- de un viejo mapa de carreteras. Descubrió lugares extraordinarios. Saboreó la historia del Arxiduc Lluís Salvador y su vida en Mallorca. Visitó Valldemossa y le encantó la esplendorosa Cartoixa y saber qué Chopin también había quedado prendado de la isla. Recorrió Deià, su pequeño y singular cementerio y pudo visitar también su hermosa Cala. Otro día decidió llegar hasta Sóller en tren y llegar después al Port, en el que descubrió las que catalogó como ‘mejores gambas del mundo’. Y también fue hasta Formentor, visitó el faro, se enamoró de Pollença y descubrió la sencillez de pueblos del interior, que ofrecían hospitalidad a todos sus visitantes. Año tras año, regresaba a Mallorca, volvía a sus lugares preferidos y conocía nuevas playas y viejas historias. Disfrutó de la calma de Palmanova, de Peguera y de la inmensidad de es Trenc. Disfrutó de la gastronomía mallorquina y consideraba las sopes como un gran manjar, las pilotes le recordaban un plato típico de su tierra, admiró la porcella rostida y la ensaimada le pareció el mejor dulce del mundo.
La relación de Müller con los mallorquines no fue fácil, ya que las dificultades para darse a entender, para comunicarse eran casi insalvables, aunque el lenguaje de signos es universal. Aquel joven era ya un hombre y decidió compartir con sus compatriotas el paraíso. Su carácter emprendedor provocó que pusiera en marcha una pequeño turopoerador. El éxito fue espectacular y no tardó en contar con una compañía aérea propia. No había muchos hoteles y Müller, que conocía la isla a la perfección, pudo construir establecimientos en lugares paradisiacos. Era ya uno de los hombres más ricos y poderosos de su país.
Ben Müller se hizo mayor y jamás dejó de contar en su pequeño pueblo natal las maravillas de Mallorca. Vecinos y amigos conocían sus peripecias, contemplaban aquellos lugares en fotografías, muchas aún en blanco y negro, y soñaban con visitar en alguna oportunidad el paraíso que su amigo tantas veces les había mostrado. De hecho, fueron muchos los que visitaron la isla.
Müller enfermó y durante años no pudo viajar a Mallorca. Fue hace muy pocos años cuando pudo regresar a su querida Isla. Sabía que sería su último viaje y quería aprovecharlo para recorrer tantos parajes inolvidables y comprobar el funcionamiento de lo que ya era su gran imperio.
Llegó a Mallorca y no tuvo problemas para comunicarse en su alemán natal. No tardó en entender que aquella maravillosa isla que tanto añoraba se había transformado en un engendro extraño que poco o nada tenía que ver con aquella Mallorca que tanto había admirado. De hecho, comprobó que numerosas zonas y calles de la isla eran más alemanas que las de su propio pueblo.
Y Ben Müller se puso a llorar. Su añorada Mallorca ya no existía. Había descubierto que él también era culpable.