Mallorca está atrapada en una incoherencia, paradoja o absurdo que lastra su imagen y su potencial económico: la persistencia de una oferta complementaria de baja o nula calidad. Tiendas de souvenirs desfasados, restaurantes con cartas fotocopiadas y bares anclados en los años noventa conforman un paisaje que empobrece la experiencia del visitante y decepciona al residente.
La oferta complementaria isleña se ha convertido en un catálogo de productos impersonales, estandarizados y de dudosa procedencia. Camisetas con eslóganes sonrojantes, imanes repetitivos y menús que ofrecen paellas congeladas, configuran un escenario que dista mucho de ser el genuino. A este panorama se suma un fenómeno cada vez más notorio: el incremento desproporcionado de precios sin que el servicio ni el producto lo merezcan. Es habitual encontrar platos básicos a precios de alta cocina, atendidos por personal sin formación ni mínimas nociones de empatía y servidos en entornos sin cuidado estético ni ambiental. Esta inflación artificial genera frustración y contribuye a erosionar la percepción de valor del destino. El cliente no solo paga más, sino que recibe menos, y eso es una fórmula segura para el desgaste reputacional, no únicamente de un local en concreto, sino extrapolable a la totalidad de la isla.
En cuanto a la oferta alojativa, si bien persisten establecimientos obsoletos y zonas claramente degradadas, que deberían ser objeto de reconversión o fulminación, lo cierto es que la mayoría de hoteles han sido reformados y cumplen con unos estándares mínimos de dignidad y confort. La profesionalización del sector, junto con las exigencias del mercado internacional, ha empujado a muchos empresarios a invertir en calidad, sostenibilidad y diseño. Es precisamente esta evolución positiva del sector alojativo, la que contrasta notoriamente con la lentitud en la mejora de la oferta complementaria, generando un desequilibrio que merece atención estratégica.
En un contexto de creciente competencia global y de turistas cada vez más exigentes, la calidad del comercio puede marcar la diferencia entre un destino notable y uno prescindible. Además, la baja calidad no solo afecta a la percepción del visitante, sino que también tiene implicaciones económicas: margina al comercio local auténtico, precariza el empleo y perpetúa un modelo turístico basado en el volumen en lugar del valor. La persistencia de esta situación se encuentra en la falta de regulación efectiva por ausencia de ordenanzas imperativas y en una visión cortoplacista del negocio turístico que prioriza el beneficio inmediato.
Necesitamos una estrategia integral que combine regulación, incentivos y promoción. Es indispensable apostar por la autenticidad, por el producto local y por la experiencia diferenciada. La isla tiene talento, tradición y creatividad suficientes para ofrecer mucho más que souvenirs de plástico y cócteles insulsos. Lo que falta es voluntad política y empresarial para cambiar el modelo. En definitiva, mejorar la oferta complementaria no es solo una cuestión estética o cultural: es una inversión en reputación, sostenibilidad y en competitividad. Mallorca no puede permitirse seguir vendiendo una postal descolorida cuando tiene todo para ofrecer una experiencia inolvidable.