Durante años, Menorca ha intentado alargar su temporada turística más allá del verano. Se hablaba de llenar septiembre y octubre, de que la isla no se apagara al ritmo del calendario escolar. Hoy, sin embargo, parece que ese propósito empieza a hacerse realidad. Y lo más curioso es que este nuevo El Dorado no brilla en los meses de sol y playa, sino justo cuando el calendario gira hacia el otoño. Basta mirar lo que ha pasado estas últimas semanas. La Fira del Formatge de Maó ha batido su récord con más de 6.500 visitantes, la Volta Cicloturista Internacional a Menorca o la Volta a Menorca en BTT ha reunido a más de 800 participantes entre ciclistas y acompañantes y la octava edición de la October Trail Menorca prevé superar los 7.000 inscritos. Los barcos de Balearia llegan llenos y la carretera principal, lejos de verse vacía se sigue viendo ajetreada.
Quizás este sea el turismo con sentido que Menorca llevaba tanto tiempo esperando. Un visitante que no se mide por su poder adquisitivo, sino por su curiosidad. Que viene sin prisas, dispuesto a caminar, a descubrir el paisaje, a probar un vino local o un queso con historia. Es el turismo que mejor encaja con la Menorca Reserva de Biosfera, el que no deja cicatrices sino vínculos. Y la meteorología acompaña. El calor se ha vuelto amable, el sol calienta sin abrasar y las tardes invitan a perderse por los caminos rurales o a sentarse en una terraza sin tener que reservar mesa con dos días de antelación.
Porque el verano, seamos sinceros, ya no da más de sí. Más turistas que nunca, menos renta per cápita, más presión sobre el territorio, menos bienestar. Un modelo saturado que ha demostrado que la abundancia también puede ser una forma de pobreza. Frente a eso, el otoño ofrece algo más escaso y valioso como el equilibrio. Ni colas, ni saturación, ni estrés. Solo esa sensación de que el tiempo vuelve a su ritmo natural. Este turismo de otoño no será masivo, pero es inteligente. La isla respira, los residentes más.