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Un hombre que se parecía a Cunqueiro

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Cuando alguna vez me han preguntado qué autor español del siglo XX considero infravalorado o injustamente olvidado, mi respuesta se ha alargado a un número significativo de nombres. En efecto, son muchos los escritores que hoy merecerían seguir siendo leídos porque no han perdido ni su frescura ni su interés, ingredientes básicos de cualquier buena literatura que se precie. De otros, por canónicos que sean, no puede decirse lo mismo y han envejecido mal, a la sombra de la lectura obligada de la enseñanza secundaria.

De entre todos aquellos nombres, que hoy duermen en anaqueles de polvo, siempre incluyo a Álvaro Cunqueiro, sin duda el escritor gallego más personal y brillante del pasado siglo, aunque jamás alcanzara las bodas tardías de Torrente Ballester ni, por descontado, el éxito de Cela.

Cunqueiro era de Mondoñedo, al norte de Lugo, y este Mondoñedo con catedral propia y no más de cuatro mil habitantes será siempre el paisaje interior del autor, consagrado al periodismo y a la literatura como oficio, un oficio –dicho sea de paso- prácticamente perdido salvo que te den el Planeta o seas Ruiz Zafón. Cunqueiro era un escritor total, sin medias tintas, capaz de rellenar él solo medio periódico y escribir en gallego y castellano. Lo mismo se le daba la poesía, la novela, el teatro, el artículo o el libro misceláneo (gastronomía, leyendas, etc). Su obra no solo es vasta, sino que en ella logró algo muy difícil de conseguir: mantener la calidad literaria siempre alta. Pese a ello, la revoltosa fama se le resistió de forma permanente.

Cunqueiro era un hombre de amplios saberes, de una fantasía desbordada y torrencial, capaz de subvertir los clásicos (La Odisea, Las aventuras de Simbad, Hamlet…) para poner en sus libros su acendrada vena galaica y su peculiar estilo barroco, cargado, descomunal y lleno de humor. Fabulador portentoso, toda su obra está construida sobre el pavimento lustroso de la imaginación, donde personajes históricos se dan la mano con aparecidos, con seres fantásticos o con otros más legendarios que probables. Por todo ello, en pleno erial del realismo social español de posguerra, Cunqueiro fue el primero en aislarse desde el principio de esa corriente, sellando su condición de autor marginal, raro, único. Se adelantó al menos dos décadas al advenimiento del "realismo mágico" hispanoamericano, y en su línea iconoclasta quizá sólo podría citarse la obra (en mi opinión, de inferior calidad) de Juan Perucho.

Como tantos jóvenes de entonces, Cunqueiro flirteó con la Falange, llegando a escribir algunos panfletos entusiastas, pero como su paisano Torrente Ballester, pronto se desencantó. En realidad, se sabe hoy que nunca tramitó el carnet del partido y que se arrimó a él por prudencia, en mitad de la confusión del alzamiento y aconsejado por un cura amigo. Más tarde, viviendo en Madrid y trabajando para ABC, tuvo problemas con el régimen, que le retiró el carnet de periodista, su único sustento. Desde entonces, rompiendo con el franquismo, Cunqueiro decidió volver a su mundo, Mondoñedo, encerrarse en la provincia y pasar lo más desapercibido posible, sobreviviendo de sus múltiples colaboraciones clandestinas en la prensa gallega. Este autismo social y político se reflejará también en todos sus libros, siempre anclados en la intemporalidad y el anacronismo histórico, lejos del devenir de su tiempo y de los problemas reales, pero no ajenos a las veleidades y a las pasiones humanas.

En su obra existe una clara voluntad evasiva, por tanto, que entronca de una forma particular con las leyendas artúricas y los mitos celtas, no en vano sentía Cunqueiro fascinación por la Bretaña francesa, fantasmal, neblinosa, encrespada, tan parecida a su tierra natal. Esta comparación no es baladí si tenemos en cuenta que gran parte de la etnología moderna sitúa Galicia entre los 7 territorios celtas. De esa querencia a Bretaña nacen tres libros esenciales: Crónicas del Sochantre, El Caballero, la Muerte y el Diablo, y Merlín y familia.

El primer libro que leí de Cunqueiro fue precisamente Crónicas del Sochantre, una deliciosa obrita breve que pasó inadvertida en su momento, pese a obtener el Premio Nacional de la Crítica de 1959. En ella una serie de disparatados fenecidos se llevan con ellos a un pobre sochantre (componente del coro en los oficios divinos) para que les amenice con su bombardino su vagar fantasmagórico en mitad del vendaval de la Revolución Francesa. Mientras, las ajusticiadas estantiguas van contando sus vidas en una sucesión de estampas llenas de humor e ironía, donde brilla no sólo el ingenio del autor sino el esmalte de una prosa de pura orfebrería. Como en muchos de sus libros, los capítulos que estructuran la novela funcionan con cierta autonomía, como si Cunqueiro realmente escribiera cuentos enlazados entre sí.

Cunqueiro escribía en las dos lenguas, y en las dos era un maestro, pero en España fue durante mucho tiempo un autor "provincial", con todas las negativas consecuencias que eso supone. Ni tan sólo la obtención del premio Nadal en 1968 por "Un hombre que se parecía a Orestes", una recreación totalmente descacharrante del mito clásico del asesinato de Agamenón, logró darle completamente la fama que merecía. La literatura española estaba sumergida por entonces en otras aguas, en otros intereses, y la naciente fase experimental de la narrativa contribuía a darle al gallego una pátina como de autor pasado.

Pero la fantasía es lo menos caduco del mundo de la literatura. Nada ha envejecido tan bien como los cuentos de Poe o Stevenson, como las aventuras ya no tan utópicas de Verne o Wells, como los relatos de London, Conrad o Conan Doyle. A su modo, Cunqueiro construyó también un universo literario propio, inimitable, cargado de referencias cultas e imaginación a espuertas, en la que revisó toda la historia occidental partiendo de las leyendas clásicas y medievales y llevándolas a su terreno. En cualquier otro país sería venerado. Pero ni tan siquiera la actual pujanza de la literatura fantástica ha conseguido que sus libros se lean. De hecho, el pasado año se celebró el centenario de su nacimiento, y salvo algunos voluntariosos actos en su Galicia natal y ciertas reivindicaciones puntuales por parte de algunos autores, a nivel institucional la efeméride pasó sin pena ni gloria. El hombre bonachón, sencillo y condescendiente con los agravios de los demás, el hombre del que el mismísimo García Márquez dijo que deberían haberle dado el Nobel antes que a muchos, el maestro indiscutible de la literatura fantástica castellana del siglo XX, continúa su lento viaje en silencio, quizá camino de las islas de Simbad, allí donde los héroes no envejecen ni mueren nunca.

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