Tras su brillante «Diálogos con Áxel» (2003) y su excelente «Alehop» (2012), una alegórica sátira social que continúa vigente, José A. Fortuny nos invita, hoy, a emprender un viaje, uno de esos, inmejorables, que solo la imaginación puede hacernos vivir y del que quiere generosamente hacernos partícipes. Consecuentemente, Fortuny se equivoca cuando, en la página 262 de «El visitador» –su última novela y a la cual nos referimos– manifiesta lo siguiente: «Para una persona como yo, que apenas puedo mover un par de dedos de una mano, que ha tenido que pasar la mayor parte la vida confinado en una habitación, el testimonio de personas que viajan suele producirme un ramalazo de envidia. Sin duda es una de las cosas que más me gustaría hacer». Algo que sí ha hecho el autor gracias a una inmejorable agencia de viajes denominada literatura... No ha lugar, por tanto, para esa envidia...
EL VISITADOR, acertadamente subtitulada con un «La Geografía del dolor», narra el apasionante periplo que emprende un noble inglés, John Howard, por toda Europa, acompañado por su leal Thomasson y Camile, una mujer que, por lo menos al inicio del relato, constituye el contrapunto ideológico del protagonista. De hecho, el breve diálogo entre ésta y Howard sobre la justicia y su aplicación y las posibilidades o no de lo que actualmente denominaríamos reinserción, no tiene desperdicio. Mientras John se preocupa por el bienestar de los presos, Camile cree firmemente que éstos simplemente están recibiendo lo que se merecen. Dos visiones opuestas que –temes– continúan todavía vigentes. Esta escueta discusión que puede hallarse en la página 23 pone ya de manifiesto algo fundamental de «El visitador»: se equivocará quien vea en la novela un simple relato de aventuras –que también– o un mero divertimento. El texto va más allá, poseyendo, como ocurriera en «Alehop», constantes cargas de profundidad que, imperceptible pero inequívocamente, llegan al alma del lector: la falta de empatía hacia los marginados; la corrupción en los sistemas penitenciarios y hospitalarios; la negación del derecho de regeneración que asiste a las personas; la constatación de que, en ocasiones, la libertad de los individuos se ve alterada por las circunstancias empujándolos hacia caminos no deseados; la desigual y aterradora sociedad inglesa –y, por extensión, la europea–; el papel salvador que la cultura y la ciencia deben jugar a la hora de invertir estados de opinión y sociedades insolidarias y un sinfín más de aspectos, confieren a «El visitador» un plus de innegable excelencia… Este hecho queda puesto claramente de manifiesto en un párrafo, el que cierra con brillantez la novela. El que se erige en faro. Un faro que proyecta sobre las conciencias una vívida luz que nos muestra, de manera inequívoca, el camino que, aún hoy, tendríamos que seguir todos para adecentar el local. A saber: «(…) pero su voz había llegado hasta esos lugares a los que nadie quiere ir, hasta los rincones donde nadie quiere estar. Había ensanchado conciencias y reblandecido prejuicios. Su presencia había iluminado, para siempre, la geografía del dolor» Chapeau!
Paralelamente, Fortuny se muestra extremadamente hábil en el arte de la descripción. Con una sola página –la primera– es capaz de imbuirnos ya en la Inglaterra del siglo XVIII, trasportándonos de manera efectiva a ella. Esa facilidad hará que, en todo momento, el lector se vea inmerso de lleno en ese mundo, en ocasiones sórdido y en ocasiones esperanzador. Esa esperanza que aportan al texto personajes históricos como Mozart o Diderot. La cultura, en definitiva. Por otra parte, la destreza del autor a la hora de despertar y mantener el interés de quien se aproxima a su relato es otra de las gratificantes habilidades del escritor. Cerrar cada capítulo con un anzuelo (el del primer capítulo no tiene desperdicio) recuerda las técnicas de los guiones televisivos de series renombradas, salvando, eso sí, todas las diferencias y a favor de Fortuny…
Entretenida, pero profunda, «El visitador» posee igualmente una innegable modernidad, no solo por la denuncia social y política que contiene, sino por las motivaciones del héroe, impensables en el siglo XVIII, un héroe que emprende una azarosa aventura movido por unos bellísimos principios éticos y revolucionarios para la época: la de mejorar y humanizar las condiciones carcelarias de los presos y, por extensión, la de optimizar cualquier gestión política. Algo que inquiere e inquieta al lector, que acaso acabe buscando a su alrededor, en su presente, a alguien parecido a Howard… Sin mucho éxito. La mezcla mañosa entre lo histórico y lo literario y el uso de un lenguaje depurado no hacen más que redondear esta magnífica novela.
Y, por si fuera todavía poco, el apéndice final de la obra (en el que, bajo el título de «Sobre la gestación de este libro», Fortuny reflexiona sobre el arte de crear y sus vicisitudes) despertará sin duda el interés de todos aquellos que, con frecuencia, se preguntan «cómo es eso de escribir». Si alguien tiene curiosidad por lo que conlleva, efectivamente, la gestación de una obra literaria podrá formarse entonces una idea aproximada de la complejidad, pero también de la pasión y belleza, que implica escribir. Y de los sentimientos y de las emociones (e igualmente de las angustias) que experimenta el escritor a lo largo de su embarazo estético, algo que Fortuny define como enamoramiento: «Y cuando uno se enamora, tal como me ocurrió con los otros libros que he escrito, la parte racional, aquella que ve únicamente los inconvenientes, se diluye». De ahí que «El visitador» apasione y que el lector haga finalmente lo que hizo José: enamorarse de su texto.