David Bisbal Ferre (Almería, 1979) es como de la familia. Entró en nuestras casas a diario, en aquella primera entrega de Operación Triunfo en 2001 que compartió con Chenoa o Bustamante y que batió récords de audiencia y, desde entonces, todo en él nos hace gracia. Puede gustarte o no su música, sus baladas y sus rumbas, pero a todos nos sigue hechizando su simpatía, el gracejo risueño con el que se desenvuelve en sus apariciones y cuando puntúa a los jóvenes valores en concursos como La Voz Kids.
Sus saltos y piruetas sobre el escenario, el torbellino que emula con frecuencia, dando divertidas vueltas sobre sí mismo, siguen dibujando una mueca, una sonrisa permanente en nuestros rostros. Como hace dos décadas.
El año pasado, la expresión espontánea con la que se dirigió a los seguidores que le esperaban a la salida del Primavera Pop de Madrid reavivó el aura de buen rollo que le acompaña. Su «cómo están los máquinas» se convirtió en un meme y trending topic que logró agrandar la leyenda del personaje que es.
El miércoles, David Bisbal calificó de «máquinas» a los cinco excelentes músicos que le acompañan en la gira Volaré Tour que hizo escala en Menorca. Y hasta se permitió dejarlos solos en el último bis para que interpretaran, ya sin él en escena, el «Ave María» instrumental con el que se cerró el concierto. Pero en las dos horas anteriores nos había dado motivos más que sobrados para concluir que el «máquina», el verdadero máquina de la noche, había sido él.
Sigue exhibiendo la misma naturalidad que cuando movía sus característicos rizos juveniles, pero toda su puesta en escena, incluido el espectacular montaje de luces, pantallas y efectos visuales con el que gira, desborda una milimetrada e incuestionable profesionalidad. David Bisbal es un artista con todas las letras y en todas las acepciones del término, que no duda en derrochar ante las casi 2.000 personas que no llenaban el recinto de Es Mercadal la misma energía y entrega que demostró en junio ante los 13.000 espectadores del Palau Sant Jordi de Barcelona y en Valencia, donde arrancó su tour de verano.
Pese a no ser el de mayor afluencia de los programados por el Menorca Music Festival, el de Bisbal sí se ganó ser considerado el concierto del estío por el show que supone. Un espectáculo concebido para grandes escenarios poco visto en Menorca que atrapó al público desde el primer momento. Las vistosas proyecciones, la realización en directo y los brincos y gestos constantes del cantante dieron aún mayor realce a una interpretación instrumental y vocal impecables.
Poco importó que la primera mitad del concierto no cediera un solo momento al delirio que provocan sus temas más antiguos y conocidos. Le cayó un sombrero en el escenario y se lo enfundó durante buena parte del recital, no si antes advertir que saldría de esta guisa a hacer turismo y ver los talayots de Menorca, donde actuó por vez primera hace diez años. Y en un momento de aproximación a sus fans, arrodillado, se desenganchó por accidente la petanca y los auriculares y, al recomponerse tras la canción, lo explicó con toda espontaneidad a los espectadores.
Cambió su indumentaria de blanco impoluto con el que había comparecido a escena y regresó de negro, dispuesto a soltar lo más granado de su artillería. Anticipó, melódico, con «Mi princesa», avisó con «Lloraré las penas», «Diez mil razones», «Ruido» y «Silencio» y se desató, como un animal, con una tríada demoledora: «Ave María», «Bulería» y «Corazón latino», su primer éxito que dijo haber llegado a odiar de tanto cantarlo.
Cuando volvió, aclamado, para los bises engatilló el «Esclavo de tus besos» y dejó que sus «máquinas» terminaran solos ante el público. Como hará, presumiblemente, el próximo martes en el Puerto de Santa María y, a mediados de noviembre, en un doble concierto en Buenos Aires y PuertoRico, últimas escalas de su gira estival. Cuando se apagaron definitivamente las luces, los altavoces vomitaron -a toda máquina- el «Don't go breaking my heart» de Elton John.