Ben Schoning nació en Alemania, pero considera Menorca su casa, donde se trasladó a vivir en 1974. El destino y su profesión le han llevado a vivir actualmente en Mali, donde presta servicios logísticos en una misión de la ONU.
La suya es una historia interesante. ¿Qué le lleva a dejar Menorca y empezar a trabajar para contratistas americanos? ¿Cómo se incorpora a este trabajo?
— Fue la mala racha que pasábamos en el sector de la hostelería lo que me dio el empujón definitivo. Tuve mucha suerte ya que, después de buscar en vano un empleo a mi medida por internet, un buen amigo, que en los 70 se dedicaba a trabajar de jefe de cocina en plataformas, me dio una lista de teléfonos. Por suerte una de estas empresas, que aún existía, me cogió el teléfono. Mi sorpresa fue que, después de presentarme, lo primero que me preguntó fue si había estado en el ejército alguna vez y que si me importaría ir a una base americana como jefe de cocina. Pensando en Alabama, Texas y muchas hamburguesas dobles con queso, les contesté que no me importaba para nada. Pero la alegría duró poco, porque a continuación me dijeron que mi base se encontraba en el centro de Kabul, en Afganistán. Pensé con optimismo que siempre podía renunciar si la cosa se ponía demasiado fea.
Cuéntenos en qué consistió allí su trabajo...
— Me contrataron como chef manager, que es estar a cargo de los menús, las compras y el personal del catering. Desde friegaplatos hasta jefes de cocina, contaba con más de cien muchachos para dar más de 5.000 comidas al día. Al cabo de tres meses me ascendieron a unit manager, que es ser responsable de todas las actividades de nuestra empresa en aquella base: un fast food, una cafetería, una tienda y el buffet principal. En la tercera semana trabajando en Kabul, la onda expansiva de una tremenda explosión de un coche bomba en la entrada de la base me sacó de la silla. Fue una prueba de fuego, ya que 23 personas murieron aquella fatídica jornada a tan solo 70 metros de mi oficina y, por primera vez, me pregunté si todo esto valía la pena o no. Pero al mismo tiempo fue una experiencia que difícilmente hubiera tenido habiéndome quedado en casa. Ahora, después de casi 6 años, miro atrás y me alegro de haberme quedado, ya que ésta fue solo la primera de muchas otras vivencias y no todas fueron desagradables.
Supongo que es un país en el que hay mucho que reconstruir. ¿Cómo se desarrollan los trabajos de logística en un país en guerra?
— Ese país lleva tantísimos años en guerra que nadie piensa en el futuro. La corrupción es algo tan común que a nadie le sorprende que cualquier autoridad te pida dinero aunque tengas todos los papeles en regla. Las carreteras están tan mal que he visto desaparecer medio coche en un charco. También los ataques a los camiones con provisiones por parte de los talibanes o de ladrones comunes eran tan continuos que requerían un «plan b» para cualquier envío. A varias bases solo se podía ir vía Helicópteros M17, ya que si mandabas un camión no lo volvías a ver porque mataban al chófer y se llevaban el género.
El clima extremo tampoco ayudaría...
— El clima nunca estuvo a nuestro favor ya que hemos pasado inviernos en Kabul con tres meses de nieve y 20 grados bajo cero; y en verano hemos alcanzado temperaturas de 50 grados en Kandahar.
¿Cómo era entonces la situación en el país? ¿Corrió algún riesgo, llego a temer por su integridad?
— A finales del 2010, ya con el cargo de operation's manager, tenía asignados nueve negocios en bases repartidas por toda la geografía afgana. Hasta ese momento solo me había movido por Kabul, pero entonces había que volar para visitar bases por todo el país. Viajaba constantemente en aviones de la OTAN. Pero donde había que tener cuidado era en la carretera. Y fue precisamente en uno de estos trayectos, cerca de la frontera con Irán, cuando unos insurgentes atacaron a nuestro convoy formado por tres blindados. El coche que nos precedía con la escolta salió despedido de la carretera alcanzado por un cohete y nuestro vehículo fue cosido a balazos mientras el conductor intentaba dar la vuelta. No sé cómo logramos salir de aquella situación porque las explosiones eran continuas y a escasos metros de nuestro vehículo las balas sonaban como gravilla impactando contra el chasis blindado.
La presencia de fuerzas militares extranjeras no siempre es vista con buenos ojos por la población local. Imagino que eso complica mucho su tarea...
— Sí, así es. En muchas zonas, la población, aun estando a favor de la ayuda internacional, no quiere saber nada de las fuerzas militares extranjeras por miedo a represalias por parte de los talibanes. Hubo también empleados nuestros que dejaron el trabajo por el mismo motivo. En Kabul pronto me di cuenta de que ir en un coche blindado sembrado de antenas era de todo menos seguro. Más bien era un blanco perfecto para cualquier ataque suicida. Para no llamar la atención opté por circular con un Toyota Corolla destartalado, ya que es el modelo que conduce el 90 por ciento de la población. Gracias a este camuflaje nunca tuve un percance.
Actualmente, ha cambiado de escenario y su empresa trabaja dando apoyo a la misión de paz de la ONU en Malí, en el continente africano. Cuéntenos cómo fue el cambio.
— Sí, la Operación Paz Duradera en Afganistán llegaba a su fin y en el 2014, con la retirada de las fuerzas de la ISAF (Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad), las bases se fueron cerrando. Yo tuve suerte, ya que el ejército holandés firmó el acuerdo con la ONU de mandar tropas y apoyar la misión de paz llamada MINUSMA en Gao, que está en el norte de Mali. Aquí estamos desde abril del 2014 prestando servicios de logística, catering, lavandería y limpieza a las tropas holandesas. El cambio fue brutal a todos los niveles. Pensaba que por haber vivido en Afganistán ya me podía considerar un tipo duro, pero lo que me esperaba me demostró todo lo contrario. Aquí estamos en pleno desierto y alcanzamos temperaturas de 64 grados y las tormentas de arena llegan en cuestión de minutos con una fuerza tremenda. El principio fue muy duro porque dormíamos en tiendas de campaña con el resto de militares. Bien protegidos por una malla mosquitera y armados de pastillas contra la malaria, solo teníamos que tener cuidado de los escorpiones de cola gruesa y de la simpática camel spider, la araña más grande y más fea que conozco, que abunda en los meses más calurosos. Aquí he llegado a beber seis botellas de litro y medio de agua al día sin hacer demasiado esfuerzo.
En Mali la situación sigue siendo muy tensa tras la rebelión de los islamistas en el año 2012. De hecho, las tropas de la ONU son víctimas de ataques terroristas con relativa frecuencia. ¿Cómo se encuentra el país a día de hoy?
— El conflicto no tiene fácil arreglo. Mali separa el África negra del Magreb y, por lo que he podido ver, el pueblo tuareg que habita en el norte de Mali no tiene nada en común con los malienses del sur que gobiernan el país. Ahora que tienen el apoyo de grupos extremistas luchan por la independencia de una zona del norte de Mali que llaman Azawad. Por eso creo que tenemos misión de paz para rato.
Imagino que trabajar en zonas donde se viven conflictos armados debe ser muy complicado en el plano personal. ¿Cómo se enfrenta a estas situaciones? ¿Se viven momentos duros, desde el punto de vista humanitario?
— Sí. He perdido amigos, he visto cosas desagradables y he vivido situaciones que no son fáciles de digerir. Para poder llevarlo mejor intento no implicarme demasiado en asuntos que no puedo cambiar. Aquí en Mali, la gasolina vale al cambio a 1,15 euros y un cordero vivo cuesta 80; el salario medio de un obrero no pasa de los 150. ¿Cómo se vive con esto? Pues con un plato de arroz y un poco de caldo, en una cabaña hecha de cartón y mandando a los hijos a pedir comida en la calle con un plato de metal colgado del cuello. Todo esto pasa mientras el alcalde de Gao se pasea en un Hummer 3 y sus hoteles están a tope con personal occidental de la ONU.
¿Cómo se plantea el futuro a medio plazo? ¿Es este un trabajo en el que piense continuar durante mucho tiempo?
— Sí, si puedo voy a seguir haciendo lo que hago unos cuántos años más. Llevo casi 6 años en la empresa, ellos cuentan conmigo y yo me siento muy a gusto, así que ya veremos.
Tras vivir los últimos años en zonas de conflicto, imagino que la vuelta a la realidad de Menorca debe ser muy chocante...
— Menorca es mi casa y un universo paralelo para mí. Siempre que llego a casa necesito tres días para cambiar el chip, literalmente. Ni mis amigos en Menorca se pueden imaginar cómo es mi trabajo ni los que trabajan conmigo se pueden imaginar cómo es Menorca. A veces incluso me cuesta colgar fotos de Menorca en Facebook porque tengo muchos amigos agregados que no tienen la suerte de vivir en un sitio tan bonito y, sobre todo, tan tranquilo.