Actualmente vive en...
— Ferreries
Llegó a Menorca...
— El verano de 1992
Ocupación actual
— Profesora de inglés
Estudios
— Grado superior de turismo
Su lugar favorito en la Isla es…
— Cala Galdana
Se le nota por el porte formal que es británica, pero no por su físico de pelo y ojos castaños. Y por el acento, que aunque no es muy pronunciado, delata a esta ferrerienca de residencia. Casada aquí, profesora de inglés y madre de tres hijas, Justine Yarwood llegó de Preston (cerca de Manchester) a los 21 años como guía turística contratada por el histórico turoperador Thomson nada más terminar su carrera de turismo, que hizo en Londres. No ha renunciado a su nacionalidad británica y se pone en el contexto de algunos de sus paisanos para entender la ruptura con la Unión Europea que significa el Brexit. «Los británicos quieren recuperar el control de su país», dice.
Pese a que usted ahora será extraeuropea.
—La sensación que me da cuando escucho a la gente de ahí es que querían de nuevo el poder para decidir cosas que afectan directamente a sus vidas. Todavía no se sabe qué derechos tendremos los ciudadanos británicos en España y cómo nos afectará realmente este divorcio de la Unión Europea. Entiendo que a lo mejor tendré que solicitar el permiso que confirme mi residencia aquí desde hace años, y como tengo mi trabajo y seguridad social, no creo que cambien demasiado las cosas. Aunque estamos todos un poco a la expectativa. Y respecto a mi nacionalidad, nunca me he planteado, de momento, renunciar a la británica para tener la española.
De hecho, ya cambiaban antes euros por libras esterlinas.
—El pago con tarjeta ha facilitado mucho este aspecto. Pero se complica porque algunos billetes y monedas desaparecen de circulación y solo me entero de que ya no sirven cuando estoy allí. En momentos así me siento extranjera en mi país. Es curioso, porque después de tantos años, tampoco puedo decir que me sienta totalmente de aquí. Los primeros años, cuando me iba a Reino Unido, decía que me iba a mi casa, y ahora, cuando regresamos de allí con la familia, la sensación es a la inversa. Y sinceramente, tengo que decir que al cabo de una semana ya me he cansado del agobio de la ciudad y del tráfico, y necesito la calma de la Isla.
Lleva muchos años en Menorca.
—Tengo 49 años, llegué en el 92 y establecí aquí mi residencia, haciendo algo muy típico cuando te vas joven de tu país, y a pesar de que dije que nunca lo haría, que fue casarme con un menorquín (se ríe). Lo conocí el primer verano que vine a trabajar aquí. Después, volví a mi país para retomar los estudios una vez acabado el grado superior, pero no continúe porque me tiró más Menorca.
¿Cómo se conocieron?
—A través de una amiga británica pareja de un chico gallego, quien regentaba un bar en Cala Galdana. Ellos fueron quienes nos presentaron. De aquí son mis primeros recuerdos en la Isla y conservo de este sitio un cariño muy especial. Cuando llegué a Menorca, yo no quería hacer lo normal para todo el mundo que viene como guía; trabajar juntos, salir juntos, vivir en una especie de burbuja inglesa. Yo quise conocer la realidad de aquí e integrarme, y aterricé en la realidad menorquina.
¿Qué le llamó la atención entonces?
—Llegué con mi look rockero, con mis vaqueros y mis botas Dr. Martens, escuchando mi música de los Guns N' Roses y estas cosas (sonríe). Y veía aquí una vestimenta, en general, más clásica. Llegué a trabajar a la Isla contenta porque sabía un poco de español, y la sorpresa fue, para asombro también de un compañero que no sabía español, que no entendí nada. Y era porque me hablaban en menorquín. Le dije: «Este no es el español que he aprendido yo». No tenía ni idea, la verdad, de que había otro idioma.
De su experiencia como guía turística, ¿puede desmentir el afán por el sol y playa?
—Mi trabajo en aquella época consistía en recoger a los turistas en autobús del aeropuerto, y los llevábamos a sus complejos hoteleros o de apartamentos; les dábamos la bienvenida, organizábamos excursiones, recogíamos las quejas de su estancia, cuando las había... De esta experiencia puedo decir que a los ingleses que vienen aquí, en general, les gusta repetir y vivir el ambiente de la Isla. Piden a los camareros y la gente que trabaja en este sector que les llamen por su nombre, se relacionan y les gusta sentirse parte de esta comunidad. Es un turismo familiar, y desde luego, no es Magaluf y bien distinto al turismo de borrachera. Y respecto al sol y playa, tengo que aclarar que hay verano en Reino Unido, y que además, es muy bonito, aunque es un verano muy corto. Ahí no siempre llueve y está nublado.
¿Qué tiene de real la flema británica y cómo es de estricta su puntualidad?
—Los británicos hacen gala casi siempre de un gran sentido del humor, incluso en situaciones difíciles. Y respecto a la puntualidad, no es un mito: ahí, las doce son las doce, no las doce menos cinco ni las doce y cinco, como aquí, que te dicen «vendré a las doce», y es cualquier hora a partir de las doce (sonríe). Yo, desde luego, no he renunciado a la puntualidad británica y no me gusta llegar tarde. Y si tengo que señalar un defecto de los ingleses, es que no me gusta que den por hecho que todo el mundo tiene que hablarles en inglés cuando están fuera de su país.
¿Se ha adaptado bien aquí?
—Nunca me he sentido rechazada. Los primeros años era consciente de que era la extranjera, aunque mucha gente no tenía claro de dónde porque mis rasgos no son británicos; no soy rubia con ojos azules. Mis antepasados son irlandeses. Muchos, pensando que soy de aquí, se extrañan cuando me oyen con mi acento inglés.
Como profesora de inglés, ¿cómo ve nuestro nivel?
—Estoy encantada por el interés que tienen cada vez más los padres de que sus hijos lo aprendan desde bien pequeñitos. Esto me ha permitido tirarme de cabeza a este negocio. El año pasado alquilé un aula en el Auditori de Ferreries, donde hago mis clases. Creo que, en general, los menorquines tienen buen nivel de inglés y ven la importancia que tiene aprenderlo bien.
¿Qué es lo que nos cuesta más de este idioma?
—La gramática es muy distinta. Y lo que más cuesta son los verbos irregulares y la pronunciación. Me es difícil también a mí con el español, con los años que llevo aquí. Y en situaciones en las que estoy un poco nerviosa o tensa, como ahora, haciendo esta entrevista (se ríe), yo mismo me noto más el acento y mis imperfecciones con el idioma. Aunque ya pienso en español. Pero contar me sale todavía en inglés.
¿Cómo se lleva con el idioma menorquín?
—No me atrevo a hablarlo porque creo que se me notaría todavía más el acento inglés. Pero lo entiendo perfectamente. De hecho, me costaba más entender el castellano de mi suegro andaluz que el menorquín (bromea).
¿Y qué hablan en casa?
—Hablamos una mezcla de todo, y debe ser divertido escucharnos en una conversación porque saltamos continuamente del castellano al menorquín y al inglés. A mis hijas les hablo en inglés y con mi marido cogí desde el principio la costumbre de hablarle en castellano.
¿Cómo mantiene el contacto con su país?
—Para empezar, las clases me permiten mantener el contacto con el idioma. Viajo una o dos veces al año ahí para visitar a mis padres y a mi hermano, quienes viven en Preston. Lo hacemos en Navidades, que no cambio por las de aquí, por todo el ambiente de música y decoración que se vive en las calles. Aunque Reyes aquí me parece entrañable. Procuro, además, no perder la tradición culinaria y preparo a menudo el clásico estofado. Mis padres también nos visitan asiduamente. Para ellos fue duro que su hija se fuera tan joven a vivir a un sitio tan lejos, pero ahora reconocen que este es el mejor lugar para criar a los hijos.
¿Cómo se hizo profesora de inglés?
—Había trabajado en distintos sitios relacionados con el turismo. Estuve tres temporadas en la Ganadería Son Martorellet haciendo visitas guiadas, explicando a los británicos cómo son los caballos de raza menorquina, que no deja de ser curioso. Y bueno, de aquí cogió mi hija pequeña afición por el mundo de los caballos. Un día, la Apima (asociación de padres madres) de uno de los colegios me pidió dar clases de refuerzo. Luego estuve en una academia en Ciutadella, y ahora, ya con mi propio negocio en Ferreries. El Auditori es un buen sitio porque permite la proximidad para enlazar las extraescolares de música y danza. Aunque doy clases también a adultos.
¿Qué puede explicar como anécdotas?
—Intento hacer clases amenas, para contrarrestar el cansancio de tantas horas de estudio en el colegio e instituto, con mucha conversación y rol play o juego de situaciones, donde los alumnos tienen que hacer un guión y representarlo. Lo que me llama la atención es que los jóvenes aprovechan los momentos de conversación para hacerme confesiones. Después, yo les digo que, como en la consulta del médico, aquí se guarda el secreto profesional (se ríe). Y es un clásico, por otro lado, entre los más pequeños que vengan y te suelten un fuck..., que les hace mucha gracia. A pesar de que yo me escandalizo delante de ellos y les digo que esto es una palabrota que tienen que evitar decir. Me encanta cuando aprueban y cogen afición por el idioma. Y siempre aconsejo que viajen al país.
¿Y qué mito de Reino Unido o de los países anglosajones les desmiente?
—Que no desayunamos cada día bacon, salchichas y beans con salsa de tomate; que esto se reserva, en todo caso, para los domingos. Que lo normal es una tostada o cereales. Y que los ingleses comemos bien, no solo hamburguesas; con una dieta variada, con frutas y verduras, y de cada vez más, con aceite de oliva, aunque lo normal es el de girasol.