Hace más o menos dos décadas, el entonces director general de Carreteras del Govern, Gabriel Le-Senne, fue pionero en la implantación de rotondas en Balears a partir de los modelos de Inglaterra y Francia. Su extensión en el Archipiélago se realizó bajo la premisa de que las glorietas daban una mayor fluidez al tráfico y reducían el riesgo de colisiones. Su hermano Rafael, jefe de la Policía Local de Maó, tomó el testigo y se empezó a poblar el paisaje de la ciudad de Llevant de estos elementos hasta el punto de que han sustituido a los semáforos para regular la circulación.
Hoy en día, en la Isla las hay por doquier, de todos los tamaños y diseños. Incluso se apadrinan para mantenerlas en perfecto estado de revista. De hecho, no hay proyecto de carretera por grande o pequeño que sea que no incluya rotondas. Desde las polémicas de la Me-1 hasta las últimas previstas entre Sant Lluís y Punta Prima, pasando por el nuevo vial del Cós Nou.
Perdonen que me ponga como ejemplo, pero en mi recorrido diario entre mi domicilio en Sant Lluís y el centro de trabajo en POIMA tengo que rotondear en nueve ocasiones en un trayecto de más o menos cinco kilómetros, con el agravante de que mucha gente se lía en el uso de los carriles.
Vaya por delante que no soy técnico, solo un conductor más. Sin embargo, ¿son las rotondas la única solución mágica para todo tipo de vía? A lo mejor sí, pero lo que es un hecho incontestable es que hay muchas y no sé si todas justificadas.
Hace unos días mirando el intenso tráfico marítimo en el puerto de Maó (dragas, cruceros, buques de línea regular) me asaltó la idea de que a lo mejor también sería conveniente poner una rotonda hinchable. Debía ser un delirio del mareo producido de tanto rotar y rotar.