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El jardín de las delicias

Un buen maestro

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He de reconocer que, al menos hasta ahora, he sido bastante afortunada con los docentes que me han tocado en suerte, tanto en las dos escuelas públicas a las que asistí de pequeña, como en mi instituto, el Montserrat de Barcelona, y en la Universidad Complutense de Madrid, donde estudié Filología Hispánica e incluso estuve a punto de doctorarme en Filología Italiana. Por no nombrar a ninguno de los profesores de los numerosos cursos de música, idiomas o sobre los temas más peregrinos a lo que he asistido a lo largo de mi vida…

Recuerdo perfectamente a mis primeros maestros: la señorita Lina, don Juan Peña –que solía apostrofarnos con insultos de su propia invención cuando nos portábamos mal-, don Jacinto o Mariángeles Ojosnegros (que, paradójicamente y a pesar de su apellido, tenía los ojos más azules que he visto). De hecho, mi marido se burla de mí a menudo porque no tengo los recuerdos organizados por años naturales, como la gente normal, sino por cursos, lo cual ocasiona mil y una discusiones bizantinas entre nosotros porque cuando yo digo «el año pasado» no suelo referirme casi nunca al 2013, sino al año académico 2012-13; de la misma manera en que todavía soy capaz de distinguir a mis antiguos alumnos por promociones… ¡Hay que estar enferma, ya lo sé, pero es así! Quizá cuando lleve muchos más años en el mundo de la enseñanza empezarán a confundírseme, pero hoy en día aún logro ubicarlos a todos en su aula correspondiente.

Si tuviera que elegir a los tres mejores maestros que tenido, no me cabría la menor duda: una de ellos sería Alicia, que impartía francés en una EOI de Madrid. Era una señora de mediana edad algo regordeta, de pelo corto, cara lavada y gafas metálicas. Aun siendo de facciones agraciadas, parecía una monja de paisano, sensación acentuada por el hecho de que solía llevar una bata blanca de laboratorio por encima de su ropa –supongo que para preservarla de la tiza-. Su acento francés era impecable y sus modales, tan bruscos que me recordaban a los de la típica profesora de francés de las novelas de Enid Blyton. Aunque era más bien severa, sobre todo con los que no habían hecho los deberes o manifestaban escaso interés por su asignatura, de vez en cuando tenía alguna salida irónica, doblemente graciosa por lo inesperada, que provocaba la hilaridad colectiva. Su método era elitista y poco innovador, pero extraordinariamente efectivo, y se basaba en no perdonar ni un solo fallo: hasta que no pronunciaras bien una determinada palabra, que ella te corregía de inmediato de forma clara, automática y fulminante, no podías seguir leyendo en voz alta o resolviendo un ejercicio. Su perfeccionismo hacía que se pusiera frenética con todo el que se aventuraba en observaciones del tipo «Qué más da una E abierta que una cerrada, una OE corta que una larga… pero, ¡si todas suenan igual! Son ganas de no entendernos». Su contestación en aquellos casos era de una lógica aplastante: «¿Me entenderías tú si te dijera que esta noche voy a cenar CASO en lugar de QUESO? Pues la misma diferencia que hay para ti entre una A y una E, hay entre los diferentes tipos de E para un francés». Su gran protegida era la E muda, continuamente atacaba por parte de mis compañeros más cerriles…

Otro de los mejores maestros que he tenido jamás se llamaba Ángela y no era mucho mayor que yo. Flacucha y más bien desgarbada, solía llevar camisetas masculinas con estampado de gatos, que de las que al parecer hacía colección. Impartía diferentes cursos de introducción a la música clásica en la Università Popolare di Roma, para la que yo también trabajaba, y era mi envidia no sólo por su erudición inconmensurable, sino sobre todo por la facilidad y la gracia con que solía ilustrar las composiciones que analizaba con minuciosidad sirviéndose únicamente del piano y de su cálida voz de mezzo.

Last but not least, como dicen los ingleses, mi profesor de literatura del instituto, Eduardo, sin el cual yo no sería la misma ni hoy estaría aquí, desgranando estos recuerdos del abuelo Cebolleta, que me llevan a la conclusión de que todos ellos, los mejores maestros, tenían tres características en común que, en opinión, van mucho más allá del tan cacareado manejo de las nuevas tecnologías -que por aquel entonces se limitaban al radiocasete, el vídeo, el retroproyector y el proyector de diapositivas- y esas características son: su afán de perfeccionismo, su creatividad a ultranza y, sobre todo, la pasión por el conocimiento que supieron transmitirnos.

http://anagomila.blogspot.com.es

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