Forzar mediante leyes y mandatos a los consumidores y empresarios para que hagan algo que no desean, no solo es innecesario sino que produce distorsiones en el mercado que afectan a su natural eficiencia. Toda intervención restringe o prohibe los deseos de los consumidores, su libertad para comerciar y, sobre todo, siempre significa una agresión a la propiedad privada.
Intervenir en el turismo es el deporte favorito de muchos gobernantes: quieren restringir la libertad horaria en el comercio, prohibir «temporalmente» (moratoria) la construcción de hoteles, imponer un determinado idioma en el menú de los establecimientos, cobrar una tasa por cada pernoctación o por cada café que ingieran, etc.
Un curioso argumento utilizado para denostar el turismo es que los consumidores compran un paquete completo en su lugar de origen y el dinero se queda allí. No es fácil apreciar que todo lo que consume un turista extranjero en España es equivalente a la exportación. Si los productores de frutas y hortalizas vieran incrementados sus pedidos a nadie se le ocurriría impedir la plantación de nuevos árboles y plantas. Exportar naranjas a Alemania nos parece fabuloso pero idéntico resultado se obtiene cuando las naranjas van desde Valencia a Mallorca para ser consumidas allí por los turistas alemanes. Es una contradicción que nos parezca bien incrementar las exportaciones de productos y al mismo tiempo veamos como una amenaza el aumento de visitantes que consumen esos mismos productos. Restringir la producción de un servicio demandado por los consumidores, como es el turismo, es una práctica antieconómica que no se sostiene.
Un segundo argumento es que los turistas consumen servicios públicos (carreteras, alumbrado, limpieza, infraestructuras, policía, sanidad, etc.) que no pagan. Lo cierto es que los turistas, directa o indirectamente, lo mantienen todo. Los turistas pagan IVA en cada acto de consumo que realizan, los turistas pagan proporcionalmente más impuestos que los residentes porque consumen en pocos días una mayor cantidad de bienes y además consumen en mayor proporción productos sujetos a impuestos especiales como las bebidas alcohólicas o la gasolina. Los turistas tienen seguros médicos que pagan la sanidad que, en su caso, reciben. Cada turista que pernocta paga indirectamente el IBI y las tasas de basura del establecimiento que lo aloja. Los turistas mantienen empresas, salarios y servicios públicos en igual o mayor cuantía que un residente permanente. Lo que no se dice es que los turistas frecuentemente son víctimas de pequeños hurtos y sisas (comercios, bares, taxis) y que no reciben la protección adecuada.
El tercer argumento es de tipo medioambiental. Por lo visto, las islas son ecosistemas «frágiles» y deben ser protegidas de una plaga bíblica llamada turismo que consume todo el suelo y el agua. Nuestras casas, chalés y edificios comerciales no devoran el territorio, solo los hoteles comen tierra. Tal vez en lugar de ser protegidas del turismo deberían ser protegidas de esa miríada de políticos anticapitalistas que han impuesto una edificación horizontal, en lugar de una edificación vertical algo más lógico en lugares donde el territorio es escaso, algo a lo que habría conducido el propio mercado sin necesidad de intervención alguna.
En cuarto lugar, también hay quienes pretenden prohibir el sistema «todo incluido» porque, según parece, los turistas no salen del hotel y consumen menos de lo «debido» ¿En qué quedamos? ¿Consumen demasiado o no consumen lo suficiente? Si aquellos prefieren beber y comer dentro del hotel ¿por qué deberíamos forzarlos a consumir fuera? Si así ahorran dinero, demuestran un comportamiento económico impecable. Tal vez prefieran gastar lo ahorrado en viajar más frecuentemente o en alargar sus estancias. Todo ello es legítimo. Los dueños de bares, restaurantes o taxis no tienen derecho alguno sobre el dinero de los turistas y, en lugar de pedir favores a los políticos, deberían adaptar su oferta a los cambiantes gustos de los consumidores.
En quinto lugar, año tras año las oligarquías extractivas nos imponen a todos los ciudadanos la obligación de financiar con cargo a nuestros impuestos ferias turísticas cuyo coste deberían soportar únicamente las empresas de sector. O sea, por un lado el turismo es el gran ogro que hay que intervenir, y por otro nos expropian para impulsar el turismo.
Es cierto que en algunas localidades, grupos de turistas causan destrozos, se tiran de los balcones a la piscina o impiden el descanso de la población residente. Estos hechos no dejan de ser minoritarios en un país como España que recibe anualmente 65 millones de turistas. Si España es un país que (supuestamente) atrae a los folloneros será debido a nuestro sistema institucional; mejoremos pues nuestras leyes y la eficiencia policial y judicial.
Pero todo lo anterior es tan solo la aparente justificación de los verdaderos fines del intervencionismo: la confiscación y la imposición. Como el turista consume de todo lo público sin pagar impuestos pongámosle una tasa compensatoria. Como vienen demasiados turistas que no gastan lo suficiente y no podemos impedirles la entrada, prohibamos la construcción de nuevos hoteles.
Sin embargo, como decía Henry Thoreau, el mercado tiene la elasticidad del caucho y siempre encuentra maneras de soslayar la intervención violenta sobre el mercado. Empresas como Airbnb, Uber o Blablacar, que funcionan a través de Internet, han facilitado nuevos servicios turísticos persona a persona que operan al margen del intervencionismo gubernamental. Cualquier propietario oferta sus habitaciones, casas o medios de transporte disponibles para satisfacer la demanda de los consumidores. Y aquí, una vez más, aparece la intervención matona: sanciones para todos aquellos particulares que osen comerciar sin dejarse expropiar. Estamos ante un nuevo episodio de la eterna lucha entre la libertad y la coacción; entre el mantenimiento de la propiedad privada y la confiscación.