Con el fallecimiento de la reina Isabel II desaparece uno de los iconos políticos más relevantes de los últimos setenta años. La jefa de la Casa de Windsor ha mantenido vigentes todos los valores que encarna la Monarquía británica, cosechando el reconocimiento del pueblo británico y buena parte de la comunidad internacional.
Desde que accedió al trono en 1952, Isabel II supo mantener el vínculo con las colonias que marchaban del Imperio Británico, una independencia que no rompió la relación con Londres. Esta influencia, desde el ejercicio de la neutralidad y la dignidad de la Corona, fue un oficio que la reina ejerció con maestría y con lealtad a las exigencias de cada uno de los quince primeros ministros con los que despachó. Dotada con olfato e intuición, superó la crisis que provocó la muerte de Diana de Gales tras rectificar la frialdad protocolaria en la reacción inicial.
Su hijo Carlos III le sucede como nuevo rey de Gran Bretaña e inicia una etapa complicada y llena de incógnitas, entre otras razones porque llega al cargo con 73 años. Queda en el aire el futuro del legado político que recibe de su madre, que fue capaz de sortear los momentos más difíciles sin perder apoyo popular; el principal sustento de la institución monárquica en cualquier país. La Historia contemporánea pierde a uno de sus grandes protagonistas.