La Unión Europea ha pactado la primera Ley sobre Inteligencia Artificial (IA) para contar con un marco regulatorio que define la utilización y las aplicaciones de esta tecnología en función del riesgo que suponga para las personas. El acuerdo ha tenido que sortear dos grandes escollos: el uso que las fuerzas del orden podrán hacer de las cámaras de identificación biométrica en espacios públicos para garantizar la seguridad nacional. Y cumplir criterios de transparencia, como especificar si un texto, una canción o una fotografía se han generado a través de IA para garantizar el respeto a los derechos de autor.
El reglamento no prohibe su uso pero fija criterios para detectar los modelos que pueden generar un alto riesgo y obliga a sus desarrolladores a cumplir unos requisitos estrictos antes de sacarlos al mercado. No tiene sentido prohibir el desarrollo de una tecnología clave para el progreso social ni temer su aplicación, con evidentes oportunidades y buenos resultados en numerosos ámbitos. Pero el sentido común aconseja regular esta tecnología, distinguiendo entre los riesgos reales y las meras especulaciones. La Inteligencia Artificial puede ser un buen copiloto, pero quien debe conducir y decidir siempre es la persona humana. Los ciudadanos han de discernir y resolver aquello que se puede hacer con la IA y rechazar sus peligros.