En Cuba ha muerto la semana pasada un opositor al régimen castrista como consecuencia de una huelga de hambre. Orlando Zapata ha llevado la protesta hasta el extremo, entre "revolución o muerte" ha escogido lo segundo, lo que da una idea de cómo debe ser lo primero. El "régimen" permanece incólume, se ha limitado a echar tierra sobre su memoria aduciendo que era un preso común, un navajero, y que presos políticos como tal no hay en esa patria de las libertades, son, en todo caso, mercenarios al servicio de Estados Unidos.
La crudeza de los hechos contrasta con la tolerancia y comprensión hacia todo cuanto sucede en el país caribeño, despierta una notoria simpatía por más que se trata del último bastión totalitarista del mundo occidental. El exotismo de un líder barbudo que se sucede en su hermano y que se ha proyectado al mundo en traje militar o con chándal despierta más conmiseración que la crítica lógica contra un sistema trasnochado. Cuba es diferente, la comunidad internacional lo consiente y la retórica vaporosa de la revolución, el pueblo y la patria todavía logra tapar la ausencia de los derechos humanos básicos. La revolución desprende aún aromas de romanticismo, pero Hannah Arendt, que sabía de esto más que Castro, explicó que las revoluciones no las han hecho las ideas sino el hambre.