Eso es lo que fue el corso para Menorca durante la dominación inglesa, como dejé esbozado en mi anterior artículo. Una cuestión que ha sido tratada en profundidad en numerosos estudios, publicaciones y conferencias por quien sabe del asunto mucho más que yo.
Siempre me resultó chocante que una de las épocas de mayor auge de la economía menorquina y de su industria de construcción naval tuviese que deberse a un país extranjero. Un conquistador, además. Pero así fue, y, consideraciones patrióticas aparte, creo que Menorca no pudo tener, en ese momento de su historia, unos gobernantes más apropiados. Los británicos reflejaron sobre la economía de la isla su carácter práctico, su disposición natural para poner orden y extraer beneficios de los países en los que dominaban, su espíritu mercantilista, basado en la práctica de la competición entre naciones por la riqueza. Se encontraban en una situación geográfica especialmente favorable para mantener el control naval del Mediterráneo, cortando las rutas comerciales de españoles y franceses, rivales en lo económico y enemigos en lo político, estorbando su abastecimiento y reduciendo así su capacidad bélica. Eran veteranos en esta práctica, pues la guerra de corso fue actividad muy frecuente en Gran Bretaña (llegó a ser casi general en la Inglaterra de Isabel I, durante el siglo XVI). No es de extrañar, pues, que emplearan ese método durante su estancia en Menorca. Allí encontraron una burguesía eminentemente comercial, con amplia experiencia en la navegación, capaz de arriesgar capitales y arrostrar peligros en busca de beneficios económicos, cuya concepción de la competencia en los negocios encajaba a la perfección en las teorías político-económicas de sus gobernantes.
Fue esa mezcla de pericia y pujanza la que aprovecharon los británicos, ofreciendo patentes de corso a cuantos marinos mercantes lo aceptasen. Los menorquines, por su parte, debieron considerar que aquello era una coyuntura económica de ésas con las que la Historia no les había favorecido a menudo. De las de tomar o dejar, sin pensárselo mucho. De modo que se lanzaron a artillar sus barcos y adiestrar a sus tripulaciones para lo que pudiera suceder en unas campañas marítimas que tenían mucho más que ver con expediciones militares. Aquello acabó convirtiéndose en un uso común entre los isleños, desde el hombre de negocios que invertía en el corso como en la Bolsa, al más humilde marinero, aportando cada cual su parte del capital en cada viaje, según sus posibilidades. En un momento dado, la suma de los hombres de mar dedicados al corso en Menorca ascendió a casi tres mil, porcentaje elevado si se considera que la población total de la isla en el siglo XVIII era de menos de treinta mil habitantes.
Entre los barcos menorquines armados en corso durante el siglo XVIII hubo jabeques, fragatas, bergantines… Sus nombres reflejan las circunstancias políticas de la isla y son tan marineros como reveladores: Carmen, La Sirena, Monte Toro, Santa Águeda, Fortuna, Petit Lleó, Valerós, Estrella del Mar, General Murray, Prince of Wales, Actif, Resolution, Diligent… Para la industria naval menorquina constituyó una etapa floreciente de su actividad, y los "mestres d'aixa" no cesaban de construir los barcos en los que, tanto ellos como sus ayudantes, llegaron a poseer un grado de experiencia y maestría que les hicieron merecedores del calificativo de "holandeses de la mar" por parte del eminente marino y cosmógrafo español del siglo XVIII Vicente Tofiño.
La actividad de los corsarios fue abolida a partir de 1856 en casi todos los países, absorbidas sus funciones por las marinas de guerra. En Menorca, la ola de prosperidad que levantó inundó como la marea a la sociedad entera de la isla y, como ella, se retiró más tarde para no volver a alcanzar jamás las mismas cotas.