Yad Vashem significa, en hebreo, "monumento y nombre". Tiene su origen en la cita bíblica de Isaías 56, 5º ("… yo he de darles en mi Casa y en mis muros monumento y nombre…; nombre eterno les daré que no será borrado"). Comúnmente se le conoce como el Museo del Holocausto. Pero la palabra holocausto no es la adecuada para designar todo lo que pasó en Europa hace 70 años. Un holocausto es un sacrificio ofrecido a Dios, una ofrenda religiosa, más o menos primitiva, sangrienta y cruel, pero es casi una broma de mal gusto calificar de holocausto a lo que los nazis hicieron con el pueblo judío. Por eso en Israel prefieren llamarlo Shoah que, en hebreo significa calamidad, catástrofe. Pero en realidad no hay palabras para expresar lo que uno siente al visitar Yad Vashem.
Se trata de un imponente edificio de cemento desnudo que da cumplimiento a las palabras de Yahvé a Isaías, pues no tiene otra finalidad que guardar la memoria de las víctimas del genocidio. Todas, una por una. Está estructurado de manera sencilla: unas gigantescas losas de hormigón se apoyan formando un pasillo triangular que se proyecta a lo largo de 200 metros y termina abriéndose en una terraza suspendida sobre Jerusalén. Los muros y el pasillo transmiten una sensación de frialdad, opresión y poder que producen angustia al visitante. Es una impresión de poder brutal sólo aliviada por el tragaluz en forma de prisma que lo recorre de punta a punta dejando que entre en él la luz natural y que hace que cuando uno llegue al extremo donde se curva el cemento, abriéndose en la espléndida terraza sienta por una sola vez algo de esperanza. Porque todo lo que se ve en Yad Vashem invita a la desesperanza, hasta el punto de que al frío que se le instala a uno en el alma se suma el silencio provocado no sólo por lo que uno contempla (hay una sala impresionante dedicada a los 1,2 millones de niños asesinados) sino porque simplemente se le acaban las palabras.
Después de la visita, pasado un tiempo, vuelve el alma al cuerpo, desaparecen el frío y el silencio y la cabeza se llena de preguntas. Las que encabezan este artículo las pronunció Benedicto XVI durante su visita a Auschwitz en 2006 y hay toda una reflexión teológica, que trata de resolver el dilema de si es posible creer en Dios después de aquello. Pero cabe también preguntarse si después de los campos de exterminio es posible amar; o si puede haber poesía tras el genocidio; o si el humor es aceptable después las cámaras de gas. Yo me pregunto, ¿cómo fuimos capaces? Porque fuimos nosotros, el género llamado humano y más específicamente los europeos, los que fabricamos la ideología y las técnicas industriales para producir muerte en masa, traspasando un límite más de una larga serie y alcanzando el punto más bajo de nuestra decadencia. Desde entonces ya nada es lo mismo. Ni en el mundo, ni en Europa, ni en nuestros corazones.