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La mansión

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Desde la última visita –dos semanas antes– había intentado abandonar la casa. Los mercenarios habían condenado la puerta pero yo pude abrirla con cierto esfuerzo de hacha. A lo lejos se veía un camino lleno de bombas-lapa y una pista aeroportuaria.

Unas noches antes había probado de saltar los muros, pero me fue imposible porque una valla metálica me lo impedía. De cualquier manera, ¿dónde podía ir?; si los mercenarios me perseguirían y hasta matarían porque eran unos desalmados.

El gobernador de la provincia y dueño de la casa había sido asesinado y el odio entre las razas y las diferentes facciones fácticas era lo normal.

Los mercenarios se iban el miércoles y no regresarían hasta el lunes. El país estaba a punto de caer en la guerra civil y las riquezas de la casa habían sido robadas. Lo peor era que la despensa estaba vacía. En la semana anterior los soldados habían dormido su desenfreno en los sótanos de la residencia y las borracheras y excesos carnales eran constantes.

Aproveché aquellos momentos –tan cálidos y sensuales para ellos– para recorrer las dependencias de la casa y el despacho del gobernador, que se componía de mesa, estilográfica, escupidera de porcelana y taburete reposa nalgas. También había una vasta biblioteca y unas gafas de oro que los mercenarios se habían olvidado.

Los escasos ratos de silencio que había eran para leer –a pesar de los crímenes y desmanes–, entorpecidos sólo por el canto de los pájaros y el deslizarse de gusanos que babeaban su impaciencia de muerte en la madera.

Así era difícil concentrarse...

Cada noche oía los gritos de dolor de la servidumbre y los lamentos de la copulación: carnes templadas al látigo, quejidos y llantos. pero confiaba en que el resto de la semana sería más calmada y me dejarían tranquilo, y podría leer, relajarme y descansar.
Dos noches antes dejé de oír los gritos. Ningún mercenario subió arriba preso de la borrachera. No podía extrañarme porque después de la tormenta suele llegar la calma... Al recorrer la mansión vi que todos los cuadros habían sido rasgados, cuadros de gran valor por cierto y en clara alusión a la venganza sobre la cultura. Lo destrozaron todo; cortinas, armarios, incluso muebles pensando en que habría oro guardado.

– Pero yo lo había encontrado, por casualidad, escondido y dejé que otros cargaran con mi culpa, y los vejaran, torturaran y mataran.

Empezaba a creer que era tan malo como ellos –o peor–, porque cayeron muchos inocentes; a los mercenarios no les importaba. Mientras tanto yo seguía leyendo indolente y dejaba pasar el tiempo ausente.

Los inmensos salones de la casa, que habían constituido mi refugio espiritual, estaban ahora derruidos; cámaras atestadas de horror y silencio de la desolación. Las circunstancias humanas podían ser aberrantes. Mi mente se convertía en una casa de arena y perdía humanidad.

– Tampoco me afectaba; y no me quedaba atrás porque había encontrado unos candelabros de plata y el reloj de oro del gobernador que había cogido de su muñeca, no de forma natural, sino de su tumba.

La escalera del sótano estaba llena de ratas colgadas de los clavos, donde antes cuadros art decó –ambos de similar valor– y en un hedor insoportable. Y los cables de electricidad habían sido cortados y utilizados como soga para colgar gatos y los alféizares de las ventanas bañados en sangre para que se llenaran de moscas. Durante horas nadie vino y me sentí solo; esperaba al menos una criada...

La noche del viernes me armé de valor y bajé a los sótanos. Prendí una vela y me adentré en aquel mundo. La puerta tenía una melena a modo de tirador y el suelo estaba lleno de cristales rotos y restos de comida apta para topos. Los gusanos merodeaban por los rincones y sobre una silla hallé una baraja mágica y lo que parecían los ojos de un animal. Una calavera humana había sido utilizada como peana de velas en los orificios de la vista y en un cojín encontré las patas de una cabra –sin la cabra–, que habría sido puesta así para que se sintiera más cómoda, cuando viva.

Uno de los mercenarios había dejado una taza de té con posos para leer el futuro; y por como quedó adiviné que no era nada bueno. El país entraba en una guerra civil y aquellas eran las primeras muestras de barbarie que veía.

Por temor o porque disfrutaba con aquella situación no hablé con ellos; y les deja hacer. No era mi problema –muy cómodo eso–; aunque el que deja hacer es como el que hace... Si no conseguía salir de allí iba a ver muchos horrores; aún así me pedía, ¿dónde ir?; si el gobernador estaba muerto –bien que lo sabía y mal oliendo– y los criados habían sido eliminados y la mansión era una pesadilla.

En las noches siguientes llegaron los gritos de guerra, incendios y violencia, y pensé que lo mejor era que siguiera en la mansión como un cobarde. Me tranquilicé en la confianza de que la lectura me abstraería. Por si acaso dibujé un demonio en la puerta para que nadie entrara; ¿quién lo iba a hacer de cualquier modo si no había nada que robar?

Aunque la verdad pensé:

–¿Es seguro de eso?, ¿lo sabrán?, ¿lo deberé demostrar?

Busqué en las tumbas como un poseso pero sólo hallé muelas bañadas en oro. Días antes lo había cogido todo y guardado y hecho cargar las culpas a otros, que mataron.

– Y eso que los malos eran los mercenarios.

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