Hace unos días mi distinguido colega en esto del opinar, Sr. Caules, nos contaba la leyenda del fantasma del almirante Collingwood que, parece ser, se pasea por la habitación número 7 del hostal del mismo nombre.
El asunto como broma no está mal, además tiene un delicioso tono romántico muy de castillo inglés y novela de Charlotte Bronte, aunque la borrasca en las cumbres la suple con una tramontanada de las nuestras, que ambienta el relato de manera absolutamente adecuada.
Imagino a las tres ladies británicas como una especie de cruce entre doña Croqueta y miss Marple, brindando con champán inglés ante el cuadro del almirante y cantando con voz atiplada el God Save the Queen, mientras el Bóreas hacía silbar las drizas (sí, las drizas, de acuerdo H.) del Lidia en la cercana Cala Corb y entonces... din din din... el piano que suena en el piso de arriba.
Maravilloso relato, insisto, digno argumento para una novela de esas locales que se escriben de vez en cuando y, por qué no, de un guión cinematográfico bastante más entretenido que el soporífero ensayo de "El Vent de la Illa".
Novela, o quizás película, pero cuidado, dejemos la Historia donde debe estar, en el relato objetivo, todo lo objetivo que el relato histórico puede ser, dadas las limitaciones de espacio, tiempo y documentación.
Recuerdo, haciendo uno de mis habituales incisos, que cuando llegó Amadeo de Saboya a España para reinar, le preguntó a Sagasta: ¿Las próximas elecciones serán democráticas, supongo?" a lo que el político liberal le contestó: "Todo lo democráticas que pueden ser en España, Majestad".
Bien, pues la Historia, como las elecciones, es todo lo objetiva que puede ser y la obligación de los historiadores de profesión es, como mínimo, acercarse lo más posible a la verdad de los hechos aplicando el método científico.
Y lo digo porque desearía matizar algunas aseveraciones del Sr. Caules respecto a que una tormenta hundió el barco que, desde el puerto de Mahón, conducía al almirante Collingwood, ya muy enfermo, a la Inglaterra de sus mayores, lo cual no es cierto.
En primer lugar escuchemos la voz del capitán Roca, que, en su diario, escrito en ese delicioso dialecto del catalán que es el menorquín, todavía entonces sin reglar y por ello más de aquí, más vivo y entrañable, nos dice el lunes día 6 de marzo de 1810:
S.O. fort no obstant es partit pr. Londres el vaxell Ville de Paris ab lo Almirant Collingwood molt malalt, y tant que ha fet fer y s´en aporta la caxa pr. collocarlo despues de mort.
Collinwood, efectivamente estaba muy enfermo y hemos averiguado últimamente que lo que minaba su salud era un cáncer galopante, que debió agravarse con los sinsabores que le dieron aquellos mahoneses de la "revolució de 1810", tan bien estudiada por mi gran y malogrado amigo Andreu Murillo, que le presionaban para que ocupara la isla en nombre del rey Jorge. No me extraña que a los de Mahón el Archiduque Luis Salvador en su Die Balearen les llamara "anglesos".
Bien, pues como Roca nos cuenta, Collingwood abandonó Menorca en el Ville de Paris el 6 de marzo de 1810 con viento en contra.
El llebeig no ayuda precisamente a que un buque de vela navegue rumbo S.W. con viento de proa. Quiere esto decir que probablemente cuando Collinwood murió la noche siguiente a la partida (el 7 de marzo), se encontraría aún en aguas de Menorca. Pero el buque no se hundió, continuó su derrota hasta llegar a Plymouth y el almirante no yace en el fondo del mar, sino que está enterrado en una cripta de la catedral de San Pablo, debajo mismo de la tumba de su superior y amigo Horacio Nelson.
Por otra parte, es cierto que hubo un Ville de Paris que se hundió. Se trataba del buque insignia del conde de Grasse, almirante francés que defendió a los norteamericanos en su guerra de la Independencia y fue capturado por los británicos en la batalla de los Santos en abril de 1782. Luego, trasladado el buque a Inglaterra, se hundió en medio del Atlántico tras una fuerte turbonada.
Sin embargo el Ville de Paris que trasladó a Inglaterra a Collingwood era otro: un navío de tres puentes y 110 cañones, diseñado por Sir John Henslow que fue botado el 17 de julio de 1795 en los astilleros Chatham, y al que se dio el mismo nombre que su predecesor. "El Ville de Paris II" fue retirado del servicio en 1824 y desguazado en 1845.
Por último hay otra cuestión discutible, ¿habitó realmente Collingwood la casa del Fonduco? El único testimonio existente es un plano del puerto de Mahón supuestamente dibujado en 1813, cuyo presunto autor escribió sobre la planta del edificio: "Collingwood house". ¿Es auténtico ese plano publicado hace muchos años en la Revista de Menorca? ¿O es fruto de la elucubración calenturienta de aquellos tertulianos de antaño que se pasaban horas y horas discutiendo sobre el emplazamiento de la tumba de Kane?
Lo digo porque la norma entre los almirantes y capitanes de buque cuando atracaban en un puerto era que no se alojaban sino en su camarote y no salían salvo por circunstancias especiales y hay razones de peso para ello, allí estaban sus recuerdos, sus comodidades, los cuadros de su familia, sus papeles, su mesa de despacho y sus sirvientes. Un ambiente mucho más cálido que la fría habitación de un hotel o la de invitados en alguna casa principal de la localidad. Mi amiga Virginia, que es hija de capitán mercante con mando en petrolero, me contaba que en los viajes que acompañó a su padre éste NUNCA se alojó en hoteles, siempre permaneció en el camarote y que esto era y sigue siendo tradición entre los capitanes de barco.
Se trata desde luego de una especulación; una conjetura, pero alimenta la idea de que quizás nunca Collingwood se hospedó en la casa del Fonduco.
Ni Nelson en Golden Farm, claro, y mucho menos con su amante.
Por último dice el Sr. Caules que la tradición naval asegura que el alma de un marinero muerto en el mar regresa al puerto de donde partió. Qué bonito. Me encantaría que en alguna noche de tramontana se me apareciera el Almirante. Así podría comprobar si los botones de su casaca eran dorados como debían ser y si en los alamares llevaba las dos estrellas de vicealmirante, con cuyos datos escribiría un tratado sobre la nueva uniformidad de la Royal Navy que se renovó por aquellas fechas y que llenó los bolsillos de muchos sastres de Mahón.
Renovar los uniformes de la Marina en pleno gasto de la campaña contra Napoleón, ¡eso es poderío! Y sin que interviniera para nada el Bigotes.
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