"El diablo se fue al mar a escribir la historia del mundo, pero no había agua. Dios se la había bebido…" Facundo Cabral, cantautor argentino.
Una vez más, la erudita pluma de mi apreciado amigo José Luis Terrón Ponce ha iniciado a sus lectores en un documentado viaje a través de un tiempo pasado, casi reciente. En este caso, la publicación del artículo "Sudor, lágrimas y también sangre"(1), nos transporta al tenebroso mundo del esclavismo español durante el último cuarto del siglo XIX. En efecto, tal y como denuncia el autor, ".... allá por 1876, la Trata y el uso de esclavos seguía vigente y legal(...) y fue el origen de muchas fortunas".
Ahondando en el tema, acaso una de las más significativas fuera la amasada por D. Antonio López y López, también conocido como marqués de Comillas quien, tras una humilde infancia en el pueblo pesquero de Cantabria y siendo aún adolescente, se embarcó hacia la isla de Cuba para, tras conocer las fincas de cultivo de tabaco y caña, acabar fundando la compañía naviera López y cía con la que, según sus biógrafos, trasladaba esclavos africanos hacia las plantaciones. Dicen las gentes que cuando el hombre se enriquece rápidamente, siente la necesidad de inventarse un pasado. López no fue la excepción a esta regla. Tras asociarse y emparentar a su hija con la familia de Joan Güell, otro "made self man", el naviero y comerciante cántabro asumió la promoción de un explícito proyecto de monumentalización de su pequeña villa natal, con el objetivo de transformarla en un aristocrático centro de veraneo donde no faltó la presencia de la familia real de Alfonso XII y sucesores. Para ello, el marqués de Comillas contó con los servicios profesionales de los más afamados arquitectos modernistas del momento, como fue el caso de Antoni Gaudí, Lluís Domènech i Montaner y el maestro de ambos, Joan Martorell, quienes traspasaron la excelencia de la producción artística catalana a las orillas del Cantábrico.(2)
Fundador de la Compañía de Tabacos de Filipinas y del Banco Hispano-Colonial, entre otros, y mecenas del poeta Jacinto Verdaguer, López y López falleció en Barcelona en 1883, como nos recuerda el pedestal que sostiene su estatua, emplazada en la privilegiada esquina formada por el Paseo de Colón y la Vía Layetana, junto a la Lonja de Comercio barcelonesa. El monumento, prematuramente levantado al año de su muerte, fue finalmente integrado en la gran reforma urbanística llevada a cabo con ocasión de la celebración de la Exposición Internacional de 1888 y allí permanece desde entonces para la indignada sorpresa de quienes conocen la trayectoria del personaje, ligada al dolor y la muerte. Todo un monumento de los patricios catalanes a los oscuros negocios de la negritud (3).
En su escrito, Terrón nos indica como la presión internacional y los movimientos abolicionistas fueron decisivos para que, en 1880, el gobierno español decretase el fin de la esclavitud en las colonias de nuestro país. Pero, en realidad, la campaña contra la mano de obra esclava había sido guiada por los intereses económicos de Inglaterra, interesada en arruinar una producción azucarera española basada en el trabajo de los cautivos. Siempre atenta a la exportación de la maquinaria surgida de su revolución industrial hacia los modos de producción coloniales, la política británica atendía a su propio beneficio. No eran, por tanto, razones humanitarias las que guiaron la presión inglesa contra el esclavismo vigente en los territorios ultramarinos de España y Portugal, sino el afán de lucro de un país que se había adjudicado el monopolio del tráfico negrero mediante los Tratados de Utrech de 1713-15 que motivaron la creación de la fracasada Compañía de los Mares del Sur y cuyos descendientes practicaban un implacable genocidio sobre los indígenas norteamericanos en aquellos precisos momentos. En definitiva, el abolicionismo internacional de entonces respondía a una exigencia de lo que hoy denominaríamos "los mercados".
Por ello, dado el incierto destino de los barcos negreros españoles en una travesía atlántica sometida al control de las restantes potencias coloniales, nuestros próceres optaron por la apertura de vías alternativas para el transporte de las "mercancías". Así, para suplir la carencia de africanos, se inició el negocio de la compra-venta de personas de origen asiático para su posterior traslado a través del océano Pacífico con destino a los tristes ingenios azucareros cubanos donde, dada su escasa fortaleza física, padecieron una gran mortandad.
Al igual que el documento mostrado por Terrón en la publicación de su artículo, referido al movimiento de esclavos negros en el interior de la colonia, también el lucrativo comercio con humanos del Extremo Oriente dejó sus rastros en el país. A inicios de los años noventa, una visita al museo habilitado en el interior de los muros del antiguo castillo renacentista del Morro, situado en la bocana portuaria de la bella población de Santiago y desde el cual se pudo contemplar el definitivo hundimiento del longevo dominio español sobre Cuba en 1898, me permitió la lectura de contratos notariales de esclavitud entre aquellos desgraciados de raza amarilla y sus nuevos propietarios. Unos documentos de notable valor histórico donde, junto al establecimiento de un conjunto de obligaciones por ambas partes, se incorporaba la fecha de caducidad de tan singulares contratos.
Pero del paso de aquella última ola esclava por la Perla de las Antillas quedan otro tipo de testimonios. Si bien es cierto que en La Habana no hallaremos el "Chinatown" o "ghetto" racial que ilustra el fracaso de las ciudades norteamericanas, un paseo por el barrio habanero de Dragones, donde antaño se hacinaron los inmigrantes orientales, permite contactar con sus descendientes. Del mismo modo, también resultan perceptibles los rasgos faciales orientales en buena parte de la población cubana, fruto del mestizaje de las tres razas que, tras el exterminio de los indígenas, constituyeron la base poblacional de la principal colonia antillana. Respecto al habla de los cubanos, es frecuente el uso de expresiones como "mi china linda", referidas a la mujer amada, o alegar que "me cayó un chino atrás" cuando se trata de justificar la mala suerte que a uno pudiera estarle persiguiendo, tal es el recuerdo del destino sufrido por aquellas gentes.
Como bien nos recuerda Terrón, la esclavitud hispana aún tenía lugar en los tiempos de nuestros bisabuelos, lo que es tanto como decir que sucedió ayer. Una práctica que, sin embargo, no parece haber merecido excusa, lamento o compensación alguna desde la antigua metrópoli. Al fin y al cabo, poco conviene esperar de este país amnésico donde siempre hay quien afirma sin rubor que en España nunca hubo racismo. Quizá para evitar tanto olvido, Federico García Lorca nos legó el siguiente poema: "Cuando llegue la luna llena iré a Santiago de Cuba, iré a Santiago en un coche de agua negra, iré a Santiago..."
Notas:
El artículo de Terrón fue publicado en el DM del 14-9-2011, pag. 19.
"Gaudí, Maragall, Dalí". Lluch, Ernest. La Vanguardia 12-08-1993.
La Huerta, Juan José: "Gaudí i el seu temps". "Verdaguer, Gaudí i la producció simbòlica". Ed. Barcanova. Barcelona 1990.