Als nostres néts Ignasi, Lluc i Paula que han omplert de felicitat la nostra vida.
Tras el obligado paréntesis estival, proseguimos, gustosos, con nuestras colaboraciones literarias. Y, en esta ocasión, lo hacemos refiriéndonos a la personalidad y la obra de unos de los poetas más significados de la poesía castellana de posguerra, Gabriel Celaya, de quien conmemoramos, a lo largo de este año, el centenario de su nacimiento. Nacido en 1911 en Hernani (Guipúzcoa) y fallecido en Madrid(1991), después de un larga, intensa y fructífera carrera literaria, su obra es, junto con la de su gran amigo Blas de Otero, la más representativa de aquella corriente lírica denominada poesía social, caracterizada por su manifiesto rechazo del formalismo esteticista y del clasicismo anteriores y su defensa, entusiasta, de una poesía como vehículo idóneo para transformar la sociedad y, por ello, dirigida a la inmensa mayoría. Frente a la consideración de la lírica como una creación desligada de la experiencia existencial y social del hombre y de la realidad que le rodea, la inspiración de Celaya se alimenta de los sueños, las inquietudes, las circunstancias históricas y la preocupación civil del hombre arraigado en su tiempo histórico.
Aunque cursó la carrera de Ingeniería Industrial, claramente influido por su origen familiar, desde muy joven sintió la atracción por la literatura, circunstancia que le llevó a estudiar también Filosofía y Letras. Un hecho decisivo, en este sentido, fue su vinculación a la Residencia de Estudiantes en Madrid. En aquel auténtico hervidero cultural, tuvo la oportunidad de conocer a los poetas de la generación del 27, Juan R. Jiménez, Unamuno y Pablo Neruda entre otros, quienes determinaron su vocación literaria.
Durante varios años compaginó su trabajo de ingeniero en la empresa familiar en el país Vasco y de escritor. No sería hasta 1956 que se instaló, definitivamente, en Madrid para dedicarse en cuerpo y alma al oficio literario. Con Amparo Gastón, su fiel compañera y poetisa, fundó la colección Norte de poesía en 1947, con la finalidad de divulgar la poesía europea y servir de enlace con la España peregrina del exilio exterior. Amparitxu, como la llamaba, le ayudó a superar una grave crisis personal y, juntos, emprendieron otros proyectos literarios.La producción literaria de Celaya es extensísima. Se acercó al teatro con El relevo(1963); cultivó la narrativa en Lázaro calla(1949) y Los buenos negocios(1966) y también el género del ensayo. Además tradujo a poetas tales como Rilke, Blake, Rimbaud y Paul Eluard.Sin embargo su verdadera pasión fue la poesía lírica. Sus inicios evidencian una clara influencia del surrealismo. Buen conocedor de las técnicas surrealistas, incorpora un notable temperamento romántico en sus primeros libros Marea de silencio(1935) y La soledad cerrada(1936). Pronto asoma en sus creaciones la preocupación social. Celaya crea un mundo a la medida del hombre, un entorno que el propio ser humano pueda modelar. Tranquilamente hablando(1947) es una de las obras que inaugura la poesía social, que alcanzará su momento de máxima intensidad en Cantos íberos(1955) en la que expresa una verdadera toma de conciencia y su compromiso radical con la realidad inmediata. En estos versos afirma: Ser poeta es encontrar/ en otros la propia vida./ No encerrarse; darse a todos;/ ser sin ser melancolía,/ y ser también mar y viento,/ memoria de las desdichas…. Junto con Blas de Otero se erige en un abanderado de una poesía militante radical, a la que define muy bien en este fragmento: Cantemos como quien respira. Hablemos de lo que nos ocupa cada día. Nada de lo humano debe quedar al margen de nuestra obra. En el poema debe haber barro, con perdón de los poetas poetísimos. La poesía no es un fin en sí, sino un instrumento para transformar el mundo…" Por entonces, Celaya simultanea esta poética con aquella otra impregnada de un existencialismo vitalista. Así, en Las cosas como son (Un decir)(1949) fluye la actitud vitalista de Celaya: vivir es lo importante, aunque el poeta no quiere ser ajeno al sufrimiento de los otros y une su voz a la del pueblo, preocupado por la trascendencia de su mensaje: …Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan/ decir que somos quien somos,/nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno./ Maldigo la poesía concebida como un lujo/ cultural por los neutrales/ que, lavándose las manos, se desentienden y evaden./ Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse. Pasada la euforia y el entusiasmo de los primeros años, tras una agotadora tarea empeñada en conciliar lenguaje y mensaje, en un entorno muy hostil por culpa de la rigurosa censura que había que sortear, llega el lógico cansancio y ,quizás, la sensación de frustrarse en tan noble empeño. Celaya, siempre inquieto y dispuesto a adaptarse a la constante evolución de la lírica castellana de posguerra, se adentra progresivamente en nuevos caminos de innovación experimental- Los espejos transparentes(1968) o Campos semánticos(1971). Con los años, su poesía muestra una preocupación cada vez mayor por la historia ancestral-Iberia sumergida(1978) o Cantos y mitos(183)- poemarios en los que el hecho literario es experiencia de salvación y una vía para penetrar en el misterio y la verdad de la existencia.
Su vasta producción poética-escribió mas de ochenta poemarios- ha merecido la atención de algunos cantautores que han puesto música y voz a varios poemas suyos, como es el caso de Paco Ibáñez. La incuestionable representatividad histórica de este ingeniero del verso, como se autodenominó, su permanente afán de autenticidad y su total coherencia con los principios éticos y cívicos que rigieron su vida le convierten en un referente imprescindible de la lírica castellana de la segunda mitad del siglo XX, más allá del manifiesto y deliberado prosaísmo de su expresión, rayano, en ocasiones, al lenguaje coloquial, que tanto le censuraron sus detractores.