La espeluznante crisis económica que nos asuela ha puesto de nuevo en el candelero de la rabiosa actualidad (nunca mejor utilizado el latiguillo) el delicado tema de la sanidad pública, asunto al que conviene acercarse con no menos prudencia pero también sin los dogmatismos y demagogias al uso, no en vano estamos hablando de un pilar básico, junto con la educación, no sólo del llamado Estado del Bienestar, sino del mismo estatus de ciudadanía democrática. El meollo del asunto en la actual coyuntura económica es si sigue siendo sostenible el principio de universalidad que es, a priori, el más justo (en una sociedad opulenta) y también el más cómodo: hace innecesario establecer prioridades o asegurar que determinadas prestaciones llegan a colectivos sociales más necesitados. El café para todos es más fácil y sencillo de administrar, pero a la larga amenaza con que todos acabemos tomando achicoria.
Convendría detenerse en algunos tabúes de nuestro sistema sanitario público, como el de la gratuidad total (es un decir, claro) y el de la exclusiva pública de la prestación de servicios, el primero porque origina, además de un gasto exponencial, un efecto secundario prácticamente invencible, la cola, llamada eufemísticamente lista de espera, para la que solo existen medidas paliativas salvo que se pretenda contribuir decisivamente a que el burn out o síndrome del profesional quemado se convierta en una letal pandemia entre el personal sanitario. Las listas de espera, esa especie de parte meteorológico de todo político que se precie (o aprecie su escaño), sobre todo en períodos preelectorales, son el acompañante fiel del coste cero. Es imposible abolir las listas espera, por lo que lo único factible es gestionarlas con cordura, o sea, estableciendo prioridades.
En cuanto al segundo de los tabúes, la exclusiva del sistema público en las prestaciones, ese prurito de ofrecerlo todo a todo el mundo, parece descabellado en los tiempos actuales, entre otras cosas porque provoca, además del gasto exponencial, una indeseada elefantiasis del sistema. Parece obvio que una de las más plausibles soluciones sería que la gente con renta suficiente contratase seguros privados y se les desgravase fiscalmente por ello, que es lo que sucede en otros países, como Australia, por ejemplo, donde el 45% de la población tiene seguros privados mientras en España, hace unos pocos años, andábamos por un 11%.
¿Qué hacer pues, para salir del laberinto?, ¿qué hoja de ruta seguir, para adaptarnos a la jerga actual? ¡Líneas rojas, claman desde ambos lados de la trinchera! De acuerdo, pero ¿qué líneas? De toda la maraña ideológica, de entre el mar de sargazos de los eslóganes, parece emerger un solo principio inviolable, una sola línea roja: a ningún ser humano le puede ser sustraído su derecho a la mejor asistencia sanitaria posible. No es éticamente aceptable preguntarle a un accidentado si tiene recursos económicos antes de atenderle, ni es razonable tenerlo todo gratis (otra vez es un decir) esgrimiendo una tarjeta independientemente del nivel de ingresos. A partir de aquí, todas las matizaciones que se quieran, incluida la más heterodoxa: al contrario que la Educación, que es económicamente viable (e irrenunciable) por parte del Estado, no tiene por qué ser éste el que asuma la gestión sanitaria en exclusiva.
Una propuesta razonable sería, a mi juicio, mantener y potenciar la magnífica red hospitalaria de que goza nuestro país y, concurrentemente, liberalizar la asistencia primaria, urgencias, y la especializada de primer nivel, dando cancha a los seguros privados, lo que seguramente redundaría en mayor agilidad y rapidez en el acceso a los especialistas, combinándolo con medidas de desagravio fiscal, como apuntábamos más arriba, a quienes se decidan por la doble militancia, o sea, con descuentos impositivos a aquellos ciudadanos que, manteniendo su cuota pública, contratasen un seguro privado. La alternativa sueco-noruega, el mejor modelo sanitario del mundo, es un copago en visitas y prótesis hasta un tope…
En pocas palabras, dar prioridad en la medicina pública a aquello que difícilmente puede ser asumido por la privada, o sea la medicina más compleja, las grandes intervenciones, las enfermedades llamadas "raras", los programas de trasplantes etcétera, y por otro lado, descongestionar, adelgazar, la parte más cercana al ciudadano, en colaboración con la asistencia privada-mutualista y reasignando así recursos para los servicios de ayuda a ancianos y discapacitados, residencias asistidas etcétera, aspectos en los que nuestro país está a la cola de Europa.
Para terminar, hay que volver a mentar a la bicha porque no hay forma de soslayarlo, ¡el copago! O doble pago si se prefiere, es verdad. Pagar algo según prestación y renta (con todas las dificultades inherentes de controlar a los sin nómina) no es insolidario ni menos justo que el indiscriminado gratis total, más bien todo lo contrario, sobre todo si se ayuda con ello a evitar el colapso que se avista en el horizonte no sólo por la crisis sino por la creciente complejidad y el exponencial coste de los métodos diagnósticos y terapéuticos que conocemos bien quienes nos dedicamos a la medicina privado-mutualista.
Educar al ciudadano en la correcta utilización de la sanidad pública (seguramente disminuiría considerablemente el número de consultas actual), pagar según qué servicios o parte de ellos siempre según el nivel de renta del asegurado, punto crucial… ¿Pero quién le pone el cascabel al gato sin que retruene el eco de la demagogia de la izquierda y la fantasmagoría del lenguaje políticamente correcto de la derecha en el poder?