Ayer me volví a encontrar con unos hombrecillos que este año me están dando que pensar. Me generan un poquillo de pena, una pizca de risa y, el quid del asunto, otro algo de resquemor. Son como aquellos amigos de amigos, recién unidos al grupo, que callan por timidez. Sufro por ellos porque se deben sentir poco partícipes, y también porque deben pasar frío, en pantalón corto y con un radio de acción de apenas unos metros. Son una especie de cobayas, un experimento ideado por la UEFA para acabar con las polémicas arbitrales en las jugadas decisivas. Se trata, claro está, de los auxiliares de área que se han incorporado esta año a la Champions League. Dan penilla. Allí quietos, temerosos de contradecir por error al jefe de la cuadrilla, de pifiarla en algo tan sensible.
Hace media docena de años este barroquismo arbitral me habría dado para un buen cachondeillo. Pero ahora lo que me viene de inmediato a la cabeza cuando les veo es calcular cuánto cuesta su inútil minuta, su desplazamiento, sus prescindibles dietas, para sulfurarme... ¡Todo lo valoramos ya en función de lo que cuesta! Ayer uno, como excepción a la norma, pitó un penalti a favor del Barcelona. ¿Compensa la inversión? A todo le ponemos precio, no analizamos cada cosa por sí misma, por su estética u originalidad, sino por su disparidad respecto al dogma de la austeridad. Tenemos la mente sucia. Antes nos reíamos, aplaudíamos, criticábamos, ahora solo calculamos. Maldita crisis.