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El faro de Alejandría

La venta de la rubia

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El general Alejandre en su último artículo publicado en "La Razón" y en el "Menorca" de 14/9, comenta que, si para la instalación del supercasino de Madrid triunfa la opción Alcorcón, éste podría emplazarse en la Venta de la Rubia, que es terreno militar y que, vendiéndolo, el ministerio se llevaría un buen pico que buena falta le hace.

Para los lectores menorquines que no han estado en el citado lugar les diré que allí ni hay ninguna venta ni mucho menos una rubia. Pasa como en Cala Galdana, donde la mujer de il Galdano, un italiano, que en la noche de los tiempos tenía una finca por la zona, hace mucho que desapareció del mundo de los vivos.

Volvamos pues a la Venta. Bueno, una rubia no había, pero una hermosa morena de pelo lacio y cuello de gacela sí que estuvo y una noche ambos disfrutamos del espectáculo de un Madrid iluminado en la lejanía desde los altos del aeródromo (que no aeropuerto) de Cuatro Vientos cerca del cual, al otro lado de la carretera de Extremadura, es donde se encuentra el citado lugar. De aquel encuentro nació un poema.

Lluvia dura, despiadada,
temblor de metal batiente,
jirón ondeando en la noche.
Al fondo, lejos en el viento,
el informe montón urbano
brillando, pulsando, matando y muriendo.
Y nosotros aquí, bajo esta nueva bóveda,
expectantes, aliviados, plenos.

También la zona, que es un llano solitario de áspera belleza -Castilla es bella pero áspera- fue «testiga» de largos paseos con mi niño, cuando mi niño era un niño, y decía aquello de «Jóse (me llamaba Jóse en vez de papá) ¿de qué vamos a hablar hoy?». Y hablábamos y hablábamos de lo divino y de lo humano mientras el sol languidecía en aquellos atardeceres del oeste de Madrid tan hermosos en otoño, cuando ya se anunciaban los fríos del invierno que alguna vez te helaron el corazón.

Otras veces el paseo era solitario, imaginando epifanías u oficiando aquel ritual de enterrar la Rosa del Desierto, rosa caliza, de piedra, (o sea: casi eterna) en «el santuario». O rumiando problemas y llegando a concluir que algunos no tienen solución y lo mejor es instalarse en ellos y seguir avanzando. Sobre todo aquellos que, al final de preguntarse por ellos, solo queda eso: la pregunta. Instalarse, sí, o también hacer lo que hizo Alejandro el Grande con el nudo gordiano: cortarlo de un tajo con su espada.

La Venta de La Rubia, digo. Allí estaba la cuadra Rosales, esa finca que era de Ramón Mendoza, aquel presidente del Madrid que murió de un infarto en 2001 en las Bahamas. Recuerdo que cuando el sol estaba a punto de ocultarse tras el retamar, aquellos hermosos potros caracoleaban sobre la verde hierba y sus crines relucían con los reflejos rojizos del sol poniente, mientras la fina lámina de agua de los aspersores de riego dibujaban un arco iris sobre el fondo de la cerca.

La Venta de la Rubia, lugar de contrastes «lugar con mucha energía» dirían estos jóvenes de ahora que se van a Rafalet a bañarse en pelotas. Allí estaba también, medio escondido en la planicie, aquel desguace vallado y defendido por un par de peligrosos mastines de pavoroso aspecto, donde me da la impresión de que se debía vender «de todo».

¿Dónde colocaran, pues, el casino la (Des)esperanza Aguirre (esa que llaman «la Lideresa») y el vejete teñido de pelirrojo con claros síntomas de estar envejeciendo mal? ¿Cerca de la cuadra Rosales o del desguace? ¿Encontrará algún subcontratado la Rosa del Desierto al remover el santuario con el buldócer amarillo?

Me imagino ahora ese páramo otrora, hermoso e íntimo lugar de muchos de mis mejores recuerdos, como una gran ruleta.

La ruleta, ese altar de la estupidez humana.
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terronponce@telefonica.net
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