No sé ustedes, pero a mí me gustaría, estos días en que los libros salen a la calle a tomar el aire y dejarse llevar, montar un tenderete de libros de páginas en blanco y dejar que todo aquel, que por unos instantes se sintiera escritor, plasmara en ellas sus pensamientos, sus experiencias, penas y alegrías. No sé dónde, pero en algún lugar deben existir pequeños genios sin fama capaces de abrir sus corazones y poner a nuestra disposición tesoros ocultos capaces de enriquecer nuestro cada vez mermado espíritu constructivo.
Tengo sed de tinta azul o negra para ser bebida a chorros y dejar en las cunetas de la vida las tintas rojas, ese color que nos muestra día a día nuestras miserias que también son las miserias de los otros. Deberíamos dejar a esos anónimos escritores que se expresaran libremente aunque lo hicieran con renglones torcidos, editar sus obras y sobre todo comprarlas y releerlas una y mil veces en silencio y rodeados del suficiente tiempo como para sentir que nuestra sed por saber más allá de lo convencional y obligado, es capaz de romper cualquier frontera del engaño por muy lejos que se encuentre.