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Con derecho a réplica

Manos que huelen a lejía

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María Luisa nació en Estepa, un pueblo de la provincia de Sevilla famoso por la elaboración de los mantecados, de ahí le venía la dulzura de su rostro, se casó joven y emigró a la capital del reino a vivir, como tantas mujeres de su generación se limitó a seguir a su marido.

Eran tiempos donde un buen sueldo eran cinco mil pesetas mensuales, tiempos donde padres pluriempleados luchaban por mantener familias con una media de tres hijos, en el barrio de María Luisa el cartero, con su traje gris y su saca de cuero colgada al hombro, repartía correspondencia por la mañana y cortaba el pelo por la tarde, algo así como el cartero-peluquero.

Eran tiempos en los que en el carné de identidad de muchas mujeres ponía: «Sus labores».

Tiempos donde no existía la domiciliación bancaria, se pagaba el sueldo en metálico dentro de un sobre, y los cobradores pasaban puntualmente cada mes por las casas repitiendo de forma mecánica su cantinela: «La luz», «el agua», y los más famosos, los que se llevaban varias maldiciones y varias oraciones a la vez: «Los muertos».

El de la aseguradora para el entierro se presentaba así, a bocajarro, sin un «buenos días» o sin un «señora soy el de la aseguradora para el más allá», nada de eso, solo un rotundo «los muertos».

Cuando el sueldo del marido menguó María Luisa tuvo que cocinar en casas ajenas, tuvo que limpiar ropas de otros, tuvo que fregar suelos que no eran suyos para pagar entre otros al de los muertos.

Ya saben, queridos lectores, mujeres levantándose a las cinco de la mañana, mujeres que realizaban todas las tareas de un hogar al servicio de maridos e hijos, para después realizar todas las tareas del hogar al servicio de otras mujeres cuyos maridos podían pagar a una mujer desconocida para qua la suya no tuviera olor a lejía en las manos, eran otros tiempos, ¿o no?

María Luisa lo llevaba lo mejor que podía, sin olvidar su ¡ay ¡ del sur, esa tendencia a temer siempre lo peor de algo y acompañarlo con cierto gesto de sufrimiento, tampoco se olvidaba de la risotada franca y de la broma necesaria para mostrar una sonrisa que gritaba que dentro de ella la ilusión seguía latiendo.

Las manos de María Luisa sí que olían a lejía, pero acariciaba el cabello de sus hijos con un amor infinito, todo por su familia, quizás se debió guardar algo para ella misma, pero eran otros tiempos, ¿o no?

Cuando las cosas no iban demasiado bien María Luisa vino a Menorca de visita, una nieta bien merecía su primer vuelo en avión, su primera visita a un aeropuerto, su primer despegar los pies del suelo después de tantos años con los pies bien pegados a tierra, su primera estancia en una isla, y Menorca le dio alegría y nuestro mar mejoró su psoriasis e hizo sonreír a su espíritu.

Antes de irse definitivamente, muy rápido y sin hacer demasiado ruido María Luisa tuvo la oportunidad de regresar a nuestra isla por segunda vez, a pesar de sus ya cansado ojos aquellos días sacaron de lo más profundo de ella lo mejor que tenía, podemos decir que Menorca y María Luisa se encontraron y se gustaron y eso estuvo bien, pero que muy bien.

Acabo de leer que nuestro país hace seis años era el número diez del mundo en cuanto a igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, y que ahora hemos caído hasta el puesto treinta gracias a las políticas de los lumbreras que nos gobiernan, quizás por eso me vino a la cabeza María Luisa y con ella todas las mujeres cuyas manos olían a lejía, pero tal vez haya pecado de nostálgico porque esos eran otros tiempos, ¿o no?

conderechoareplicamenorca@gmail.com

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