El martes 15 de abril -especialmente rebautizado para la ocasión como «Sant Jordi anticipat»- asistí a un recital poético de enorme interés para mí, ya que en él participábamos tanto alumnos como profesores de la Escola d'Adults de Mahón. Lo que podría haber sido de un aburrimiento supino, como algunas lecturas públicas a las que asistí cuando iba a la Universidad, no tardó en convertirse en una divertida celebración de la cultura. Y es que la poesía no tiene por qué ser considerada siempre una cosa seria. También puede ser alegre como el «Jardín de Amores», de Rafael Alberti, que mi alumna Ana leyó con voz de campanilla y expresión risueña. O el inquietante «Waldgespräch» de Joseph von Eichendorff que declamaron con entusiasmo Margarita y mi compañero Miquel, entrechocando sus jarras de cerveza bavaresa. O incluso como «Ma l'amore mio non muore», un tronchante alegato contra el matrimonio de Ettore Petrolini, costumbrista italiano de principios del XX, autor del célebre Gastone, que escenifiqué yo misma acompañada por los suspiros del público.
Otros leyeron poemas trágicos, como Bárbara, actriz en ciernes, rabiosa y evocadora, que nos hizo vibrar de emoción con la «Elegía a Ramón Sijé» de Miguel Hernández. O Armand, que transmitió como nadie la pena negra de haber perdido un hijo en un par de poemas a la luna de Federico García Lorca.
La nómina de autores elegidos por nuestros alumnos fue vasta y heterogénea: Bukowski, Maya Angelou, Taheré, Schubert, Miquel Costa i Llobera, mi admiradísimo Antonio Machado... ¡Incluso hubo quien nos contó un relato popular en fang! Casi todos los rapsodas hicieron una pequeña introducción sobre sus autores antes de empezar a declamar, pero... ¿cuántas personas de entre nuestro fantástico público del martes recuerdan todavía quién fue Taheré, a qué se dedicaba principalmente Schubert o a qué época pertenece Petrolini? La experiencia me lleva a pensar que casi ninguna. Los siglos, las épocas o los movimientos artísticos nos resbalan. Como se suele decir: «por un oído me entra y por el otro me sale».
¿Por qué? Pues por lo mismo que ya he mencionado aquí en otras ocasiones: porque la cultura en nuestro país no es precisamente un valor al alza. Nuestra máxima admiración no está reservada a la gente culta, sino a los macarras de gimnasio. ¿Quién puede envanecerse de conocer el significado original del término «Romanticismo»? Casi nadie. Cuatro gatos… ¡Cuatro gatos friquis! Si yo os dijera que «Waldgespräch», uno de los poemas que he citado antes, en el que un vanidoso conquistador que pasea por el bosque se encuentra con lo que parece ser una inocente doncella a la que por supuesto trata de seducir y a la postre descubre que se trata de la mítica bruja Lorelei que lo hechiza diciendo «Nunca volverás a salir del bosque», es un poema intensa y radicalmente romántico... ¿me creeríais? Pues lo es. El verdadero Romanticismo, el Romanticismo en sus orígenes, no era rosa ni estilizado, sino tan crudo y negro como la pez. Como bien explicaba mi profesor de Literatura del instituto, a quien tanto debo, es mucho más romántico un barco ruinoso en pleno naufragio que una parejita bien avenida cenando a la luz de las velas. Para entendernos: son mucho más románticos los heavies, los góticos o los emo, que David Bisbal. ¡Y con gran diferencia!
En mi opinión, la verdadera cultura no es saber que Gustavo Adolfo Bécquer nació en 1836 y murió en 1870, sino utilizar nuestra memoria como un armario... ¡como el gran armario de la Historia! Al igual que no tenemos los calcetines de media colgados de las perchas cual bandera ni los abrigos gruesos embutidos a la fuerza en los cajones finitos, basta con aprender que Bécquer es de mediados del siglo XIX y, por lo tanto, publicó casi toda su obra durante el realismo -que abarca la segunda mitad de dicho siglo- y no durante el Romanticismo, al que por temática y estilo pertenecía. Sólo llegando a este tipo de conclusiones, para lo cual es imprescindible tener la cabeza bien amueblada, se entiende que no tuviera éxito entre sus contemporáneos a pesar de la calidad de sus delicados versos. Para eso sirve «el gran armario de la Historia»: para entender la literatura, el arte y la vida en general, no para memorizar datos sin más.
P.S.: En el recital del año que viene, prometo leer «En el mes de Athir», de K.D. Kavafis.
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