En 1615 don Miguel de Cervantes publicó la segunda parte de El Quijote. Una de las historias más conocidas de este volumen es, sin duda, el nombramiento de su escudero Sancho Panza como gobernador de la ínsula de Barataria. Antes de que el fiel y bonachón escudero tome posesión de su nuevo cargo, don Quijote le da una serie de consejos para orientarlo por el difícil camino de la vida y de la administración pública. Le habla con profundo afecto. Las palabras del caballero andante reflejan esa mezcla de tristeza e ilusión que tienen los padres cuando sus hijos inician una aventura desconocida. Curiosamente, don Quijote centra parte de su discurso en algunas recomendaciones sobre la justicia. Le dice a su compañero de viaje: «Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia, que las informaciones del rico. Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico, como por entre los sollozos e importunidades del pobre. Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente, que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo. Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia. Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlas en la verdad del caso. No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que en ella hicieres, las más veces, serán sin remedio; y si le tuvieren, será a costa de tu crédito, y aun de tu hacienda. Si alguna mujer hermosa viniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera despacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros. Al que has de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones. Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstrate piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia».
El discurso de don Quijote constituye uno de los más bellos relatos de la literatura española sobre las virtudes del juez. Se trata de una cuestión de especial interés. En efecto, el sistema de selección de jueces gira en torno al conocimiento –en ocasiones, excesivamente memorístico- de las principales ramas de nuestro ordenamiento jurídico. El aspirante debe superar un examen de test y dos orales en los que debe exponer varios temas extraídos a la suerte de un extenso programa de más de 300 temas. Posteriormente, su formación se completa en la Escuela Judicial de Barcelona y un año de prácticas en los Juzgados. Después de muchos años, el aspirante logra consolidar sus conocimientos sobre el funcionamiento de la justicia en nuestro país de tal manera que cuando llegue a su primer destino podrá realizar correctamente su función. Sin embargo, ¿basta superar este proceso para convertirse en un buen juez? O –como dice el profesor Jorge Malem Seña- ¿pueden las malas personas ser buenos jueces? Don Quijote nos enseña que la actuación del juez –garante último de los derechos y libertades de los ciudadanos- debe estar presidida por ciertas virtudes. La prudencia, la urbanidad, la templanza, la independencia y la imparcialidad son algo más que palabras bonitas que adornan los libros de Filosofía. Constituyen un ideal sobre el modo de vida al que todos debemos aspirar a fin de construir un mundo mejor. Y, desde luego, en el caso del juez, la mejor forma de construir esas virtudes es, precisamente, tener un contacto permanente con la realidad que va a salir al paso de cada uno de los conflictos que tendrá que resolver. Si, por el contrario, el juez se refugia en el ritual de las togas y los juramentos, se convierte -como decía el Magistrado emérito del Tribunal Supremo José Antonio Martín Pallín- «en una estatua ornamental y lo que es peor, en un peligroso instrumento para la convivencia social y la estabilidad democrática».