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Contigo mismo

El día en que ignoraste a Sabina

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Dice Sabina en uno de sus poemas: «En Comala comprendí/ que al lugar donde has sido feliz/ no debieras tratar de volver». Pero, desoyéndolo, volviste. Infinidad de enanitos y surrealistas 'pongo' urbanísticos te recibieron. Se habían alzado setos que no eran sino muros disfrazados. Al vecino, ¡qué le zurzan! No son únicamente los tan vilipendiados perros los que marcan territorio. Algunas cámaras de seguridad –impensables hace únicamente unas décadas en Menorca- recogieron, probablemente, tu paseo preñado de melancolía... Los amos de ostentaciones varias cortaban el césped con el sudor de su arrogancia. Mastines no queridos hablaban de afán de prepotencia a exhibir. Algún 'todoterreno' ilógico ante la pequeñez de la Isla... Y calles, de absurdos nombres en pos de cutre originalidad, despobladas, innecesarias, pero con grandes viviendas sin historia y por las que, probablemente, a duras penas transitaba algún sentimiento... Eso –entre otras cosas- es lo que viste. Y los enanitos de marras...

Sabina tenía razón. Nunca –aunque se quiera- puede volver uno al lugar donde fue feliz. Porque ese lugar o ya no existe o te lo han cambiado...

Eso –entre otras cosas- es lo que viste... ¿Y lo que no?

¿Dónde estaban las casetas de la pobreza, pero pobreza paradisiaca? ¿Los muebles en proceso de jubilación que se usaban, pero que no esclavizaban? ¿Las sillas de noches lamidas con lentitud de bolero? ¿Las charlas en las aceras perdidas? ¿Los nombres que sí conocíais de quienes vivían al lado? ¿Las literas quejumbrosas? ¿Las entradas angostas? ¿Los niños en las calles con canicas o chapas? ¿Los dolores compartidos? ¿El tiempo? ¿El mar contemplado mientras arreciaba el ruego de que un reloj no marcara las horas? ¿Aquel adolescente que rozaba una mano igualmente adolescente?

Cuando regresaste (debí obedecer a Sabina), alguien cortaba el césped, entre enanitos –lo repites- y surrealistas pongos. Y el verano, recién anunciado, se le escapaba de entre los dedos, como se le escapaban las horas... Mirándolo creíste ver un yugo autoimpuesto por un capitalismo que crea necesidades que sólo son nimiedades... Alguien un día os dijo que con un geranio no bastaba en la puerta. Que urgía un vasto jardín. Que esa segunda vivienda de veraneo no podía reducirse a una cochera retocada en plan casero. Que el vecino era, desde el punto de vista social, inferior y, por tanto, intratable. Que, efectivamente, teníais que marcar territorio a golpe, no de orines, pero sí de frialdades, cuando no de hirientes silencios. Que el seiscientos humillaba. Que había que entrar y quedarse en casa. Que los invitados serían ya otros. Que el vino, también (lo decidisteis la misma jornada en que os pareció políticamente correcto proscribir el gin). Que ya no asistiríais a la paella anual de Joan...

Y hubo un momento –impreciso por iterado- en el que los niños desaparecieron de las calles... Las canicas mudaron de sexo y de nombre. Primero fueron consolas, luego... Ya no molaban los juegos reunidos Geyper, que era tanto como decir familias unidas en torno a un juego. El adolescente ya no acarició la mano, por lo menos de igual manera. Y las palabras entrecortadas de primerizos amantes asustados fueron breves mensajes donde la ordinariez anidaba...

Regresaste al lugar donde fuiste feliz... Pero te lo habían hurtado... El dinero y los imbéciles de turno que un día se creyeron y os hicieron creer la copla maldita. Esa tan cansina de que para ser, había que tener. El día en que los tontos útiles cambiaron un estilo de vida por una esclavitud. Ese, sí, en el que una caseta de vorera, una camiseta, un pantalón corto y cuatro muebles carcomidos, ya no os parecieron suficiente. Ni tan siquiera el Mediterráneo que os besaba sin exigir nada a cambio. Ese día, sí, penoso, ese, en el que mudasteis una guitarra por un arrogante 'status', el tiempo, por césped y a vuestros vecinos por setos de desamor y deslealtad...

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