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Te diré cosa

Lucro cesante

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Ya pasó el Foro. De lo que allí se discutió tengo noticia indirecta, pero fidedigna: he seguido por «Es Diari», con gran interés, su desarrollo.

La parte dedicada a relleno institucional, buenas intenciones y tal, no es que me haya epatado demasiado... Hay que aunar esfuerzos, bla; todos para uno y uno para todos, bla bla; quizás con los años se consiga que no se arruine Venecia o La Solana porque es posible que bajo determinadas circunstancias intentemos cambiar, si el tiempo lo permite, la norma que afecta a la parte contratante de la segunda parte bla bla bla...

No es que quiera dinamitar lo positivo del encuentro (que lo tiene), pero si uno no reconoce abiertamente que la fórmula vigente conduce a la gilipollez, y que es hiper urgente desactivar esa estulticia enquistada, no mañana ni pasado, sino ahora mismo, la cosa adquiere la fea pinta de que todo seguirá igual durante otra tanda indefinida de años, los suficientes sin duda para que Venecia y la Solana se hundan a la espera de que Costas, Autoridad Portuaria, su cuñada, o quien tenga la potestad de hacerlo, lo remedien.

Un amigo sugería con demoledora lógica que deberíamos pedir daños y perjuicios a los administradores de nuestro patrimonio por el lucro cesante que se viene produciendo desde hace lustros en el puerto de Mahón.

¿Qué haría el señor Llorca, por ejemplo, si, habiendo heredado una estupenda finca en el paseo de Gracia, se encuentra con que, lejos de recibir por ella una buena renta, la finca ocasiona únicamente gastos hasta que finalmente se declara en ruina? Demandaría (antes de despedirle) a su administrador como responsable directo de gestión tan nefasta.

Pues bien, los espléndidos edificios del puerto que son patrimonio del Estado no pertenecen al Ministerio de Sanidad ni de Defensa ni de Fomento ni de puñetas. Son tan míos y suyos, querido lector, como del director de Puertos (en la parte que le corresponde como ciudadano). Los organismos mencionadas son simples administradores, que pagamos con nuestros impuestos, para que optimicen la gestión de nuestros bienes.

Y lo han hecho mal. El patrimonio se arruina.

De manera que no sería descabellado que asuman la responsabilidad que les corresponde por haberla cagado tan ostensiblemente, y urgirles por tanto a que hagan mutis y nos den oportunidad de contratar a otros administradores más eficientes.

Si la Llangostera hubiera sido alquilada en su día a alguno de sus múltiples pretendientes, ¿cuánta pasta habría entrado durante estos años en nuestras arcas, amén de seguir en pie, constituyendo así un atractivo, en vez de una ruina que encutrece al puerto? Lucro cesante.

Si La Solana y Venecia no hubieran sido desalojadas, ¿cuánto dinero nos ahorraríamos en su manutención, reconstrucción o demolición definitiva (no sería el primer caso)? Lucro cesante.
Resulta que yo, en mi calidad de ciudadano, soy copropietario de esos inmuebles, y estoy hasta las cejas de asumir el lucro cesante a la vez que ejerzo de 'paganini' con(s)tante y sonante.

Comulgo pues con Alejandre cuando asegura que «la dependencia de tantas administraciones es un obstáculo para la eficacia de la gestión»; con Coello cuando afirma «si quieres que algo cambie, no repitas lo mismo», y también cuando sugiere un puerto volcado en el turismo naútico y deportivo; con el Club Marítimo cuando reivindica los amarres que perdieron de forma tan turbia. Comulgo con la visión de Palatchi cuando pide calidad para Menorca.

Estoy de acuerdo con D'annoux cuando sugiere que nuestra Isla no se debe entregar al turismo de masas.

Los ricos resultan antipáticos para mucha gente. No es mi caso (excepto si son idiotas o si su fortuna proviene del crimen, la corrupción o la inmoralidad); y a efectos de lo que nos ocupa (el futuro del puerto de Mahón y de Menorca), los adinerados presentan una enorme ventaja sobre otros segmentos de la población: siendo pocos, gastan mucho.

Por otra parte, el tipo de pudiente que elige Menorca no lo hace por sus rotondas -ya existen Eivissa o Porto Cervo-, sino por su autenticidad. La calidad no consiste en oropeles, ni pretenciosidad, ni snobismo; a veces se encuentra en la excelencia de la sencillez, la naturalidad y la belleza.

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