Ordeno y preparo los talleres literarios para este curso y desordeno al mismo tiempo todo lo que me rodea, porque las lecturas se acumulan en la mesa, dentro del ordenador, en los cajones de la cocina. Una cosa va pegada a la otra: se dice que no se puede ser buen escritor sin haber leído antes mucho y me pregunto si se puede ser, a secas, sin leer. Aunque no se trata de leer de cualquier manera, según dice C.S. Lewis en el ensayo «La experiencia de leer» (Alba Editorial, 2000. Traducción de Ricardo Pochtar), publicado por primera vez en 1961, y que estos días anda entre las pequeñas montañas de libros que se forman sin saber muy bien cómo, igual que nacen esas columnas de piedras del faro de Cavalleria. Lo tengo que devolver a la biblioteca, que por cierto, me lo ha prestado sin verse obligada a pagar ningún canon por ello y espero que así siga siendo (y que cambie, pronto, casi todo lo demás).
Antes de devolverlo, anoto en un cuaderno las frases/palabras/ideas que me gustaría quedarme (para luego perderlas en el maremágnum). Es un ejercicio parecido, imagino, al que alguien debe hacer cuando empieza a arder su casa: qué salvar. Aquí copio un fragmento de los que rescato de las llamas y, de paso, cumplo así mi compromiso con la 'Agrupació grups de lectura de Menorca' de extraer dos pinceladas. Lewis basa este ensayo en un experimento de distinciones entre 'buenos' y 'malos' lectores, minorías y mayorías, como no se cansa de repetir, de una forma un tanto radical, a ratos 'micromachista' y con un gran amor, eso sí, hacia la literatura: «Aunque dentro de esa mayoría existan lectores habituales, éstos no aprecian particularmente la lectura. Sólo recurren a ella en última instancia. La abandonan con presteza tan pronto como descubren otra manera de pasar el tiempo. La reservan para los viajes en tren, para las enfermedades, para los raros momentos de obligada soledad, o para la actividad que consiste en 'leer algo para conciliar el sueño'. (...) En cambio, las personas con sensibilidad literaria siempre están buscando tiempo y silencio para entregarse a la lectura, y concentran en ella toda su atención. Si, aunque sólo sea por unos días, esa lectura atenta y sin perturbaciones les es vedada, se sienten empobrecidos».
En los títulos que voy alternando en busca de fragmentos para las próximas clases (que conste que soy más de un solo libro cada vez: del todo al rojo) también están «Las pequeñas virtudes» de Natalia Ginzburg (Acantilado, 2002. Traducción de Celia Filipetto), otro préstamo, este de una amiga y lectora de las que habría salvado el profesor Lewis. Es un ensayo autobiográfico en forma de artículos que bien podrían ser relatos (o viceversa) de los que ya conocía «Retrato de un amigo» (que comentamos en el taller «Escrituras del yo: basado en hechos reales», en La Torre de Papel) y «Mi oficio», toda una declaración de intenciones/atenciones hacia el arte de la escritura. Ahora me ha cautivado con otro texto que salvo del incendio de los días. Se titula «Invierno en los Abruzos» y no dejo de pensar en él, en la importancia de lo que cuenta, y este recorrido mental me devuelve a otras tantas palabras de Lewis: «Para esta clase de personas, la primera lectura de una obra literaria suele ser una experiencia tan trascendental que sólo admite comparación con las experiencias del amor, la religión o el duelo. Su conciencia sufre un cambio muy profundo. Ya no son los mismos». Con según qué obras, también me sucede a veces lo contrario: las olvido y punto. No ocurrirá, creo, con este «Invierno en los Abruzos», que la italiana escribió en Roma en el otoño de 1944 y que narra detalles cotidianos (los fuegos de las cocinas, la nieve, el turrón, la tristeza) del exilio que vivió junto a sus hijos y su marido, Leone Ginzburg, cofundador de la Editorial Einaudi y profesor de la Universidad de Turín, por sus raíces judías y tras perder él su plaza por negarse a prestar el juramento fascista. Estuvieron 'confinados' en ese pueblo, los Abruzos, como «internados civiles de guerra», entre 1940 y 1943, cuenta la autora en el prólogo.
En 1943, cuando cayó Mussolini, Leone pudo marchar a Roma, donde ella consiguió llegar después con los niños. A los pocos meses capturaron a Leone y lo encarcelaron: nunca más volvieron a verse. Un año después, recordando aquel exilio con el hombre de quien conservó siempre el apellido, escribió: «Los sueños no se hacen nunca realidad, y en cuanto los vemos rotos, comprendemos de repente que las mayores alegrías de nuestra vida están fuera de la realidad. En cuanto vemos rotos nuestros sueños, nos consume la nostalgia por el tiempo en que bullían dentro de nosotros. Nuestra suerte transcurre en ese alternarse de esperanzas y nostalgias». De buen seguro fue Ginzburg una de esas lectoras de la minoría.
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