A mediados del siglo XIX, Henri Dunant recibió una concesión de tierras en la Argelia ocupada por los franceses. Su idea era instalar un compañía de cultivo y comercio de maíz. Sin embargo, enseguida tuvo problemas con las autoridades coloniales por la asignación de los derechos sobre el agua. El empresario suizo consideró que la mejor solución a sus problemas era hablar directamente con el emperador Napoleón III que, por aquel entonces, estaba combatiendo contra las tropas austríacas en el norte de Italia.
Emprendió el viaje hacia Solferino, una pequeña localidad de la provincia de Mantua donde el emperador francés había instalado su cuartel general. Dunant llegó a Solferino la tarde del día 24 de junio de 1859. Aquel día se había librado una cruenta batalla entre los ejércitos austríaco y franco-piamontés. El espectáculo horrorizó al empresario: 38.000 heridos, mutilados y enfermos permanecían en el campo de batalla. Miles de personas agonizaban sin que nadie les prestara la más mínima ayuda. El joven olvidó el objetivo de su viaje y se centró en ayudar a los caídos. Organizó a la población civil para que atendiera a los heridos sin fijarse en las insignias de su uniforme bajo el lema «Todos somos hermanos». Compró material de primera asistencia y montó los primeros hospitales de campaña de la historia. Intercedió con los franceses para que liberaran a médicos austríacos a fin de atender a los enfermos. Cuando regresó a Ginebra, escribió un libro «Recuerdo de Solferino» en el que impulsaba la creación de una organización neutral que atendiera a los soldados heridos durante los conflictos armados. Unos años más tarde, colaboró en la fundación del Comité Internacional de la Cruz Roja. Debido a la importancia de sus logros, en 1901 se convirtió en el primer galardonado con el Premio Nobel de la Paz.
La historia de Henri Dunant nos recuerda la importancia que tiene la solidaridad para la construcción de una sociedad más justa, pacífica y responsable. Gracias a esta virtud, nos colocamos en el lugar del otro, reconocemos su sufrimiento y le ayudamos con aquello que le falta. Es una manera de restar importancia a nuestros problemas cotidianos. Nos recuerda que, más allá de nuestro pequeño mundo, existen muchas personas que mueren de hambre, de enfermedades erradicadas hace años en Europa o víctimas de incomprensibles conflictos bélicos. Normalmente, nuestro contacto con este mundo –despiadado, cruel, terrible- se produce a través de las imágenes que vemos en los medios de comunicación. Sin embargo, no se trata de una película. Son personas reales que viven asoladas por problemas que sobrepasan nuestra capacidad de comprensión. ¿Se imagina recorriendo varios kilómetros con un ánfora sobre la cabeza para llevar agua a su casa? ¿Qué pensaría si, a causa de una guerra, tiene que vivir en un campamento de refugiados y dependiendo de la ayuda internacional? ¿Qué sentiría cuando un médico le dice que no tiene la medicina que puede salvar a su hijo? Cuando vemos esas imágenes, debemos recapacitar sobre nuestra responsabilidad y decirnos: ¡Manos a la obra! Henri Dunant lo tuvo claro y, actualmente, el Movimiento Internacional de la Cruz Roja tiene más de 97 millones de voluntarios repartidos en 186 países.
Hace más de dos mil años, un escritor de la República Romana puso en boca de uno de sus personajes: «Hombre soy; nada humano me es ajeno». Quizá sea el momento de despertar ese sentimiento para mejorar la vida de aquellos que más sufren. No podemos caer en el error de que los problemas de los países más desfavorecidos no van a afectarnos. El reciente contagio de Ébola demuestra que las enfermedades no entienden de fronteras. Somos piezas dispersas de un mismo puzzle aunque vivamos a kilómetros de distancia. Por tal motivo, debemos apoyar a aquellas organizaciones que ayudan a quienes no tienen otra esperanza pues –como decía Publio Siro- «quien solo vive para sí, está muerto para los demás».