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Cita a ciegas

Recuerdos y eses

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Entre los ejercicios que propongo en los talleres literarios que imparto en Menorca hay algunos relacionados con los recuerdos, en especial en las clases relacionadas con las escrituras del yo. Casi siempre que alguien trata de rebuscar en su memoria aparecen entremezclados los sentidos: porque no hay vía más rápida para conectar con los recuerdos que poner a funcionar las alarmas sensoriales. Algunos olores o sabores (o melodías) tienen la capacidad mágica de devolvernos a un momento exacto del pasado: es un viaje en el tiempo que se hace con los ojos cerrados.

Preparando estos ejercicios he querido poner a prueba a mi propia memoria, he seguido el ejemplo de Marga, rastreando sentido por sentido, y he comenzado una lista para ver qué salía de allí, si es que había algo: he empezado con el olfato, que dicen los investigadores que es el más evocador de todos, y después de varios callejones sin salida ha venido a mi mente un olor a colonia de hombre barata, a dandy, a toallita de avión.

Mi padre nos llevaba al colegio de monjas a mi hermano y a mí casi cada mañana. Tenía un frasco de cristal en el coche de esa colonia barata que se untaba nada más sentarse en el coche, en el garaje, y que quedaba luego flotando en el aire. Se echaba un buen chorro en la mano izquierda en forma de cuenco y lo volcaba en su cabeza, repartiéndolo después con ambas manos. Luego, con un pequeño peine que tenía también en la guantera y que posiblemente siga allí a día de hoy, se aplastaba el pelo mirándose una fracción de segundo en el espejo retrovisor: atrás estábamos nosotros, mi hermano, que casi siempre iba medio dormido y refunfuñando, y yo, completamente despierta y un pelín repelente desde primera hora, preparados para ese trayecto que se transformaba a veces en una especie de parque de atracciones.

Sobre todo nos gustaba cuando mi padre llevaba la furgoneta del trabajo, la que él y mi madre llamaban ce quince. Si estaba de buen humor (mi padre casi siempre está de buen humor, caiga la que caiga) nos dejaba ir en la parte de atrás, de pie, agarrados a las barras del techo como monos, separados de él por una reja y entonces, cuando ya sólo quedaban un centenar de metros para alcanzar el colegio, hacía unas eses muy pronunciadas, daba algún que otro frenazo y mi hermano despertaba de golpe. Los dos pedíamos más curvas y nos reíamos y gritábamos como salvajes: nos empujábamos, nos chocábamos. Mi padre reía también, nos abría después la portezuela trasera, nos miraba como perdonándonos la travesura, como si él no hubiera tenido nada que ver, y nos hacía bajar con las mochilas colgando de mala manera del hombro para entrar en esa otra jungla llena de niños y niñas de todas las edades, padres y madres, monjas y profesores que esperaban para formar las filas. Para formar filas de lo que fuera. Mi hermano salía corriendo sin mirar atrás; yo le daba un beso a mi padre y marchaba también, colocándome la diadema. Él volvía a arrancar la furgoneta y desaparecía hasta la hora de la cena, volvía ya cansado, sin olor a colonia, pero sin perder la sonrisa.

En aquella época (una cosa me ha llevado a la otra, y miren que creía que no tenía recuerdos más allá de los doce años), mi profesora se llamaba Dulce. Nunca he vuelto a conocer a nadie con ese nombre. Su cara no ha sobrevivido, solo su boca: una boca pintada de rojo en la que al hablar se le formaban unos hilos de saliva de arriba a abajo. Imagino que yo la miraba fijamente, observando con ojo médico esos dientes tan grandes, algo echados hacia adelante y siempre protegidos por una impresionante columna de saliva. En el recreo muchos niños querían estar alrededor de Dulce, quien tenía, a su vez, sus alumnas favoritas. Recuerdo a una que siempre estaba en sus rodillas, una niña de mi misma clase, muy menuda, con los ojos azules como un gato y la piel blanca, casi transparente. Yo nunca me senté en las rodillas de la profesora, supongo que no era la típica niña adorable, era más bien de las que se quedan mirando con una mezcla de asombro y asco el exceso de saliva.

Mi padre sigue yendo cada mañana a trabajar y seguro que aún se peina en el coche. Sigue sin poder volver a casa hasta la hora de la cena, agotado y cada vez con más obstáculos en su camino: crisis lo han llamado, pero solo para las pequeñas y medianas empresas que son las que han creado empleo en este país, y eso en las que todavía no se han llevado por delante a base de asfixia y condenas, pero no ha habido crisis para las multinacionales ni para las grandes fortunas, que siguen amasando mierda y esclavos. Mi padre, aún así, sigue sin perder su sonrisa y yo he decidido que dejaré los otros sentidos para otro día: me han entrado ganas de conducir.

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