El llamado desafío catalán parece haber entrado en un callejón sin salida tras los últimos envites (El Tribunal Constitucional acaba de dictar una nueva y previsible sentencia sobre consultas), y la pésima lectura que han ido haciendo del proceso ambas partes, Artur Mas potenciando su complejo de Moisés y Mariano Rajoy el de don Tancredo. Hasta esta encrucijada se han ido movilizando intelectuales (?) de uno y otro bando dando vueltas y más vueltas al encaje (o desgaje) de Cataluña en España, para llegar a la conclusión unos de que sin España les iría mucho mejor, y otros que la Constitución no permite alardes separatistas ni alegrías confederales y fin de la historia…
Y así estamos ante el nudo gordiano del «lo que no puede ser no puede ser y además es imposible» que planteara el torero, y que tiene maniatada desde hace siglos a nuestra nación de naciones con este grave problema sin que se aviste ningún Alejandro Magno dispuesto a pegarle un certero tajo (político, obviamente), que es lo que suelen necesitar este tipo de ataduras, más que observarlas estoicamente con la mano en la barbilla o emitir incesantemente comunicados/ resoluciones judiciales al estilo del comité de salvación de Judea en «La vida de Brian» hasta que el problema acaba peor que mal, que es lo que puede ocurrir si las anunciadas elecciones confieren una amplia mayoría al independentismo.
Según el notario JJ López Burniol («España desde una esquina», La esfera de los libros 2008), ante un problema complejo o aparentemente irresoluble parece razonable aplicar estrategias simplificadoras, como huir de palabras rimbombantes y grandes conceptos, no hacer apelación jamás a antiguos agravios y prescindir de todo espíritu justiciero, y por último, concretar las diferencias en magnitudes mensurables que favorezcan la transacción y no buscar nunca soluciones para toda la vida…
En cuanto a la primera regla, es obvio que se ha ido incumpliendo de forma contumaz: desde el «España nos roba» o su reflejo especular del «separatismo etnicista», a la lista de agravios mutuos, empezando por los lingüísticos (¿tan difícil es asumir que Cataluña es una parte de España en la que se habla y se siente en otro idioma, con sus connotaciones pedagógico-culturales?), pasando por los históricos (ya ha llovido demasiado desde Felipe V, aunque dinásticamente solo hayamos avanzado hasta el Felipe VI), y acabando en los toscamente justicieros de la barra libre secesionista que propugnan los independentistas o en los de cargar sobre el proceso todo el peso de la ley (¿civil, por supuesto?) de los constitucionalistas. Ente fundamentalistas anda el juego…
Por lo que respecta a la segunda regla, solo el Tribunal Supremo de Canadá y por otra parte el padre de la patria Miguel Herrero de Miñón han concretado y ofrecido soluciones terrenales y mensurables, más allá de proclamas más o menos hormonales y/o apocalípticas. El primero lo hizo hace ya años ante el dilema planteado por la minoría francófona de Quebec, al promulgar la llamada Ley de Claridad que, aun rechazando supuestos derechos a decidir, autodeterminaciones y demás fanfarria nacionalista, sí reconocía el derecho de una comunidad a replantearse su voluntad de seguir unida a la nación-Estado o de desgajarse pacífica y democráticamente. Solo con una mayoría suficiente, a determinar, (no lo sería un simple 51 por ciento para romper un país con el que llevas siglos unido) se podría empezar a hablar del reparto de muebles…
Por su parte, la propuesta del exdiputado del PP Herrero de Miñón, centrada en el caso español, reconoce la excepción cultural catalana, que es bastante más que un «sano regionalismo», proponiendo el blindaje constitucional de sus competencias culturales, un régimen fiscal que ponga un tope razonable a la ineludible solidaridad, y someter finalmente el acuerdo al refrendo posterior de la ciudadanía catalana, lo que configuraría un marco de encaje de Cataluña en España lleno de sentido común que parece aplaudir también el grueso del empresariado y que constituiría un alivio para la gran mayoría de españoles ( y una parte considerable de catalanes).
Es obvio también que no hay que buscar soluciones para toda vida, como exige la tercera regla mencionada, pero lo que no es menos claro es que, al margen de cómo termine este penoso sainete, se tiene que dar salida (por un tiempo X, ¿diez, veinte años?) a un problema político de primer orden que envenena desde hace siglos la convivencia entre españoles y que requiere más finezza que el actual vuelo gallináceo: ¿Cómo articular democráticamente la voluntad de los ciudadanos de una comunidad política de plantearse el futuro de otra manera? ¿Es razonable en pleno siglo XXI argumentar en plan torero que lo que no puede ser no puede ser y además es imposible?