Hace unas semanas y a propósito del análisis de «Pélleas et Mélissande», Ramon Gener habló de la sinestesia en su magnífico programa «This is Opera», que se emite actualmente los domingos por la noche en la 2 (o en http://www.rtve.es/alacarta/videos/this-is-opera/). Este programa no solo es un dignísimo heredero de «Òpera en texans» –gràcies, Pau, per descobrir-me'l!-, sino que, al estar realizado con un presupuesto más generoso, permite que su entregado conductor eche a volar su alocada fantasía con mayor soltura aun, si cabe, que en el programa anterior, aunque siempre con propósitos divulgativos.
En «This is Opera», el inefable Ramon Gener –cuya edad, dicho sea de paso, es uno de los misterios mejor guardados de la Red, ¿eh, Jordi?- tan pronto explica los intríngulis de alguna ópera como canta, toca el piano o parlotea con músicos extranjeros en su propia lengua, sin traducción simultánea y con una fluidez que debería ser la envidia de los muchos papanatas iletrados que pululan por nuestro país… Y todo ello haciendo gala de una alegría descacharrante, envidiable, contagiosa y que roza lo empalagoso sin llegar a caer en él. Sin duda, es uno de los mejores comunicadores y transmisores de cultura que he visto jamás, tanto a través de la televisión como en vivo, en las tres ocasiones que ha visitado nuestra Isla por invitación del Orfeó Mahonès o del Teatre Principal. Los docentes tenemos mucho que aprender de él, así como algunos políticos, cuyos monótonos discursos –tan repetitivos y faltos de imaginación como un canon cancrizante- dormirían hasta a las ovejas.
Para glosar «Pélleas et Mélissande», la ópera descriptiva e impresionista de Débussy, no se le ocurrió otra cosa que instalar tres caballetes pictóricos en mitad de la llamada Sala de los Nenúfares de Monet, en el Musée de l'Orangerie de París. Una vez hecho esto, su innovador experimento consistía en confrontar a tres estudiantes de Bellas Artes de diferentes nacionalidades con un fragmento de la «Suite bergamasque: Clair du lune» del propio Débussy, soberbiamente interpretada al piano por él mismo, que los jóvenes artistas habían de ilustrar libremente como la música les inspirara. Curiosamente, los tres dibujaron cuadros en los que predominaban claramente el azul ultramar y el naranja rabioso, lo cual solo se comprende en virtud de la sinestesia, que en palabras de Gener es la «capacidad de expresar con un sentido lo que se percibe con otro. Para que me entendáis, Duke Ellington, al escuchar cualquier nota musical, veía colores». Parece ser que Débussy era sinestésico, al igual que otros muchos compositores como Scriabin, Messiaen o Rimsky-Korsakov, y que para los afectos de este fenómeno subjetivo la tonalidad de Reb Mayor en que está escrita dicha pieza se identifica visualmente con el añil. ¡Como la flor azul que para los primeros románticos alemanes (véase «Heinrich von Ofterdingen», de Novalis) representaba «el anhelo, el amor y el afán metafísico por lo infinito»!
2 En el campo literario, la sinestesia es una figura retórica que consiste en asociar «sensaciones auditivas, visuales, gustativas, olfativas y táctiles» como en el mítico poema de Baudelaire «Correspondances», que reza literalmente: «La Naturaleza es un templo donde vivos pilares/ dejan escapar a veces confusas palabras; (…). Los perfumes, los colores y los sonidos se responden./ Hay perfumes frescos como la carne de los niños,/ dulces como los oboes, verdes como las praderas,/ y otros corrompidos, ricos y triunfantes (…)». ¿Dulces como los oboes? ¡Pura sinestesia!
Aunque yo no soy sinestésica, me resulta casi inevitable asociar algunos lugares con determinados colores y sonidos. Desde ese punto de vista, ciudades como Estambul o Roma son un auténtico festín para los sentidos, mientras que otras -como Berlín o Estocolmo- son infinitamente más sosas, dado que predominan los colores sintéticos, apagados, anémicos… La paleta cromática menorquina, sin embargo, se me antoja bastante rica. Para mí, nuestra islita siempre será una acertada mezcla de rojo almagre, amarillo ocre, azul mahón y verde carruaje, además del omnipresente blanco calcáreo. Ramon, ¿qué música le ponemos?