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Déjenme que les diga

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Pasar 15 días en la zona de Sanlúcar de Barrameda, da para mucho si se planifica el tiempo del que se dispone con las prioridades que realmente valen la pena. A partir de ahí déjenme que les diga: quizá porque me impactó mucho, que no he dejado, cuando estoy por la zona, de ir por Chipiona frente al Santuario de Nuestra Señora de Regla, al pie de un mar que se hace playa, donde los romanos construyeron lo que los chipioneros llaman corrales de pesca, un ingenio de cabezas bien amuebladas para conseguir que con la pleamar los peces entren al recinto. Luego, con la bajamar, se quedan dentro de esa especie de tanca, donde los atrapaban. Voy a ese lugar porque de sus aguas saqué hace un par de años a una señora tan ahogada que apenas le quedaban signos de vida. Se salvó porque estando tan a la mano de la santísima Virgen de Regla, no iba ésta a dejar de socorrerla.

En las inmensas playas de Chipiona y Costa Ballena he visto cuerpos gloriosos, verdaderas beldades anatómicas y también cuerpos, incluso muy jóvenes, abandonados a la deriva de esa galerna destructiva de las gastronomías peligrosas, culpables de unas barrigas, unos michelines y unos muslos que dan en la báscula sus buenos 130 ó 140 kilos. En algunos casos, incluso bastante más. Y ahí estaban sin ningún pudor. Personas que da menos fatiga saltarlas que rodearlas. Pero eso del pudor ocupa también a otras personas, aquellas que están mostrando sus cueros excesivamente tatuados, donde si no estás pegado a esa persona, solo percibes un gemelo sucio de tinta o esos brazos que parece que vienen de estrangular calamares. El tatuaje ha proliferado porque lo imitamos todo. Ha proliferado en aquellos que imitan lo que ven y la verdad es que resulta, en la mayoría de los casos un monumento al mal gusto unido a la vulgaridad del tema que se han tatuado. El efecto, en mi opinión, acaba por ser deplorable. Algunos chicos jóvenes, con no mucha personalidad, imitan a jugadores de fútbol. Más de uno tan embadurnado de tinta, tan tuneado, que el rechazo que ocasiona su imagen se puede bien aparejar a un cierto asco.

Me ha pasado algo que jamás pensé que pudiera pasarme en Andalucía y menos en la zona de Sanlúcar de Barrameda y de Chipiona. Contabilizados más de 7 restaurantes y otros tantos bares, terrazas y chiringuitos, ni en uno solo de ellos tenían, para una caridad, un vino de rioja o un Ribera del Duero. A eso de media mañana, con una tentadora ración de ortiguillas, esas pequeñas raolas rebozadas en huevo que es como tener en la boca un trozo de mar aliñado por la tramontana de mi tierra, se me ocurrió pedir un verdejo. La camarera me miró como si hubiera pedido el vino más raro del mundo, cuando un verdejo simplemente es un vino elaborado en su totalidad con uva verdejo. En algunas bodegas lo tienen magnífico, como en la zona de Rueda. Nada... ni aun dando pistas. Déjelo usted señorita y tráigame un jerez seco o un Tío Pepe o una manzanilla sanluqueña o un amontillado jerezano, y si me apura, mire si tiene un VORS (Very Old Rare Sherry, con más de 30 años), una solera que está entre las tres mejores de Andalucía. Pásmense ustedes, lo tenían. Y sin embargo no tenían un rioja ni blanco ni tinto, ni un ribera, ni un coloquial y asequible verdejo. Con todo, disfruté como un gorrino en un charco con las ortiguillas y el especialísimo vino que me sirvieron. Una solera con más de 30 años.

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