Somos muy dados a celebrar cosas. Si no tenemos bastantes fiestas, las importamos: Halloween, Oktoberfest (donde la cerveza se nos sube a la cabeza), etc... Afortunadamente, no todo tienen que ser lamentaciones. Los pueblos se juntan para los entierros y para las bodas; para las protestas y para ir al fútbol; para reír y para llorar. Muy pocos celebran la Champions en la intimidad. Cuanta más gente participa, mejor. Una alegría no compartida, nos parece un poco rara y sospechosa (y éste, ¿de qué se ríe?). Las efemérides rompen con la inveterada costumbre de ir cada uno por su lado. Antes, las sociedades eran más homogéneas y se mostraban cohesionadas, para bien o para mal, a la hora de celebrar algo. La aglomeración nos da la fuerza. En la diversidad y la pluralidad, lo que para uno es importante, para otro puede ser molesto o innecesario. Cuando una celebración es reciente, aumenta la intensidad colectiva y todo el mundo le encuentra sentido con emoción contagiosa.
Con el tiempo, las fiestas pueden vaciarse de contenido y quedarse en los huesos, en el simple esqueleto de lo que fueron en su origen. Sabemos que es fiesta porque no vamos a trabajar ese día o aprovechamos el puente para viajar, pero poca cosa más. Muchas acciones humanas se repiten, sin que nadie sepa cómo ni por qué empezaron. Siempre se ha hecho así, es lo que toca, lo hace todo el mundo, lo manda la autoridad... Mañana es fiesta.