El próximo domingo de madrugada tendremos de nuevo el horario de invierno. Y a pesar del rigor de las temperaturas veraniegas, el simple anuncio del cambio de hora para entrar en esos días más cortos y oscuros lleva implícita cierta melancolía. Justificando la medida en el ahorro energético, cada seis meses se nos plantea la misma duda ante el reloj, ¿se atrasa o se adelanta? ¿y esto, además de alterar nuestros ritmos vitales, servirá para algo? La primera duda se resuelve con cierta alegría para noctámbulos y aficionados a dormir, porque a las tres de la madrugada serán las dos, y ganamos una horita, que nunca va mal. La segunda cuestión ya es más complicada, porque la luz solar que ganamos al comenzar el día se nos arrebata cruelmente por la tarde y muchos nos preguntamos dónde está el ahorro en iluminación artificial que motivó este trasiego de horas, allá por 1974 con la primera crisis del petróleo.
El cambio viene marcado por una directiva europea que persigue la eficacia en el uso de la luz natural, haciendo coincidir su presencia con el inicio de la jornada laboral, sin medir preocupaciones más triviales, relativas a si el despertador se actualizará por sí mismo -al menos ahora los teléfonos son inteligentes y lo hacen todo solos-, o si nos acordaremos de llegar, ni muy pronto ni demasiado tarde a una cita, o si a los niños les entrará tristeza al salir de clase casi de noche.
Algunos asumimos con resignación que la teoría del ahorro debe ser cierta, no cabe pensar en que todo sea una perversa conspiración. Otros se han puesto a recoger firmas en internet para rebelarse ante el Congreso y reclamar que Baleares no cambie los relojes, dejando que el sol brille por encima de las razones políticas y económicas. Ya hay casi 2.700 románticos que han firmado dispuestos a no dejar escapar la luz.