Nunca he estado en París. Mis pies sienten, sin embargo, que ya han andado por allí: por esas calles que hace unos días se llenaron de horror y del eco de la palabra guerra, que ahora algunos escupen como única opción. Responder con violencia a la violencia: o hacerse otra foto vergonzosa como la de Blair, Bush y Aznar antes de reventar Irak y no pagar por el dolor causado ni por las consecuencias de esa barbarie: las personas asesinadas en París (y en Mali) también vienen en parte de allí; y también vienen de allí las personas sirias ahogadas (llamarlos «refugiados», a secas, los aleja de lo humano) y no sabemos hasta dónde llegará la onda expansiva de aquel flash (y de otros tantos caminos/intereses equivocados). ¿Dónde está el Tribunal de la Haya? El escritor Juan Goytisolo se lo preguntaba en la inauguración del Festival Eñe: «No me fiaré de esa institución hasta que no comparezca allí el trío de las Azores para rendir cuentas de sus mentiras».
La decadencia de Occidente no tiene respuestas (que no sean en clave electoral) ni morales ni democráticas, y la locura de este mundo de negocios turbios es ya tal que nos ha llevado (a los vivos) a empezar a comparar muertos en el mismo instante de los ataques, con rehenes todavía a punto de ser ejecutados dentro de una sala de conciertos.
El terror también se ha globalizado y Facebook da cuenta de ello: crea una aplicación para que luzca la bandera de Francia en los perfiles. Es decir, que queden claros los bandos. No crea una aplicación para teñir nuestras fotos de otros colores cuando el horror acaba con vidas inocentes en otros puntos del planeta (cada día). Asco de banderas.
También se ha globalizado la venta de armas y de petróleo (el llamado Estado Islámico también lo vende: es decir, otros países lo compran/compramos). Se ha globalizado la sobreinformación y por eso ya casi no sabemos nada. Sí, los próximos asesinados podríamos ser cualquiera y París lo subraya, de eso no hay duda: un espejo de aumento, el olor a sangre más cerca. También podríamos ser esos niños, hombres y mujeres ahogados (que ya fuimos) y a los que Europa ahora da la espalda.
Es tan amplio el panel y tan confuso que un cerebro medio como el de esta escriba no alcanza a comprender. Hay vídeos muy didácticos explicando la guerra de Siria y otros asuntos en tiempo récord, y no sé el resto, pero yo los veo y al rato se me ha olvidado el entramado. No lo retengo. Sí me acuerdo (a la manera de Georges Perec) de detalles muy concretos: a las 21.20 horas del viernes 13 de noviembre yo no sabía lo que estaba pasando en París, disfrutaba en primera fila de un concierto en el Orfeó Maonès, con una luna líquida de fondo y las notas del brillante pianista menorquín Marco Mezquida y de la cantante Celeste Alías. A los artistas les regalaron flores en los largos minutos de aplausos y que uno de los ramos se quedó despistado en el suelo del escenario. Me acuerdo que me acerqué cuando ya no había casi nadie y las flores me olieron a color naranja. Hay cosas que no se pueden encajar.
Por eso, intuyo, ante la barbarie hay algunas respuestas posibles como la música, la literatura, el cine: lo bello. Todo eso que también tiene la culpa de mi previaje parisino, y si hay un nombre más responsable que otro es el de Julio Cortázar, con esa ruta que hacen los protagonistas de «Rayuela», Horacio Oliveira y la Maga, por calles y puentes y que esta semana he vuelto a transitar en el curso del Ateneu de Maó, «La cultura i les arts per a tothom». No he podido evitar hablar de París como la ciudad que fue, como dijo este autor argentino, «el gran amor» de su vida y adonde llegó en 1951 y se quedó hasta su muerte, en 1984. «El lado de acá» y «el lado de allá» son dos de las partes de esa novela (vuelta al refugio mental): París y Buenos Aires, sus dos ciudades, raíz y destino. Y no solo fue «Rayuela» el gran logro literario de este cuentista del boom latinoamericano: en sus «Historias de cronopios y de famas», por ejemplo, nos dio instrucciones para cosas concretas, de todos los días, para llorar, para subir una escalera, para dar cuerda a un reloj. Nos contó que un atasco puede durar meses o que una casa tomada se puede abandonar sin rechistar. Se olvidó, al final, de dar otras pautas y entonces, cuando pasan cosas terribles en este planeta irreal, no sabemos cómo hacer y nos ponemos a dar cuerda a un reloj (para parar el tiempo), a subir y bajar unas escaleras que no llevan a ninguna parte o a llorar (durante tres minutos exactos), porque de todo eso sí nos quedó el manual. Y París, nos quedó París, que algún día espero recorrer sin más mapa que el de ese ejemplar tan desgastado de «Rayuela». Y sin miedo.
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