Se acerca el 8 de marzo: un día (como otro cualquiera) para celebrar/defender/reivindicar a las mujeres frente al sistema patriarcal, que saca de paseo cifras de género una vez al año. Lo grave es que en 2016 sigue siendo necesario este subrayado en el calendario: no voy a escribir esta vez números de mujeres asesinadas, maltratadas, torturadas, sometidas, humilladas, esclavizadas, violadas, mutiladas, acosadas, marginadas, olvidadas o cosificadas por el hecho de ser mujeres. Estoy harta de las cifras y también de los minutos de silencio institucionales cada vez que en España un varón acuchilla, dispara, ahoga o revienta a una mujer que es o fue (o no quiso ser) su pareja, sin o con menores de por medio (asesinados o heridos de por vida) y muchas veces, con órdenes de alejamiento empapadas luego en sangre. Tenemos que cambiar la forma de denunciar este terrorismo doméstico: no puede ser una guerra silenciosa, un tabú en la puerta de al lado. Por ejemplo, más ruidoso (y más efectivo): la reacción de Alejandro Sanz en uno de sus conciertos (en México: tantas mujeres-fantasma), cuando se bajó del escenario para decir a un varón que a una mujer no se le pega. No se me ocurre mejor campaña de concienciación.
La desigualdad entre géneros se repara desde la educación y desde la política y se combate desde los escenarios del día a día, nuestros actos/actitudes y el lenguaje que nos hace y también desde el arte. Ya lo sabemos: las canciones, las películas, los anuncios de televisión, las revistas de moda, los diarios o las vallas publicitarias son atriles desde donde se construyen realidades como la desigualdad de género, que no es algo natural (como algunos aún hoy creen), sino que se trata de una construcción social y que, como tal, puede modificarse: también lo fue la esclavitud (lo sigue siendo, con nombres que riman con globalización) o lo fue y es el racismo. No se salvan los libros: la mujer que ha vivido en ellos, convertida en personaje desde el narrador masculino imperante, ha sido, en general y durante siglos, una mujer artificial, débil, sumisa o musa o bruja, pero alejada de la idea de individuo. Jean-Jacques Rousseau le puso palabras (y normas) a ese modelo de lo femenino en «Emilio» (1762): la mujer tenía que ser una cuidadora del varón y hacerle la vida agradable. El mensaje caló también entre los ilustrados, pero no podía permanecer si existe la evolución. Federico García Lorca fue uno de esos artistas que se bajó más tarde del escenario para señalar la brecha en sus tragedias: «Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón», sentenciaba la opresora en «La casa de Bernarda Alba» (1936). O lo que es lo mismo: ellas, relegadas al ámbito de lo privado, al interior de las casas, 'ángeles del hogar' (un rol limitado y reproductivo, silencioso, obedientes al padre primero y al marido después) y ellos, empujados a lo público y a la acción (otra imposición).
Pero si hay un hito/casa que se cita como primera obra teatral feminista y emblema de la emancipación de la mujer es «Casa de muñecas», del noruego Henrik Ibsen. La escribió en 1879 y él no la consideró feminista pero se convirtió, con el portazo final de Nora (la protagonista), en el símbolo de la rebeldía contra una sociedad que concebía a la mujer como mascota, mujer-alondra (con alas pero enjaulada). Ibsen se basó en un hecho real de una joven escritora llamada Laura Smith Patersen (luego, diluida en el apellido del marido, fue Laura Kieler) que, igual que Nora, pidió un préstamo y cometió fraude para salvar a su esposo enfermo. Cuando la estafa se descubrió, él pidió el divorcio y la custodia de los hijos: aunque Laura no dio un portazo como Nora, sino que, en su caso, acabó internada en un centro psiquiátrico: ganó el silencio. «Ante todo soy un ser humano con los mismos títulos que tú o, por lo menos, debo tratar de serlo. Sé que la mayoría de los hombres te darán la razón, Torvaldo, y que esas ideas están impresas en los libros; pero ahora no puedo pensar en lo que dicen los hombres y en lo que se imprime en los libros. Necesito formarme mi idea respecto de esto y procurar darme cuenta de todo», le dice Nora a su marido. Así, «Casa de muñecas» no es solo una obra feminista (y muy recomendable), sino que trasciende como una metáfora de la persona rebelde (de cualquier género) que busca su visión del mundo: su libertad y su dignidad. Y es que hasta que no comprendamos que en la ruta de la igualdad estamos todos, que los varones también son víctimas del sistema patriarcal, que no caben más minutos de silencio y que contra el machismo estamos todas, no habrá portazo posible.