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Davall l'ullastre

Trump, como síntoma

A no pocos autodenominados liberales parece hacerles cierta gracia la emergencia del fenómeno Trump, una especie de destilado de los postulados del Tea Party, la facción extrema del gran partido republicano de Abraham Lincoln, que se ha pasado ocho años negándole el pan y la sal al presidente Obama y que le ha llevado incluso a la peligrosa frivolidad de bloquear la Administración a base de filibusterismo parlamentario y a torpedear todas y cada una de las iniciativas legislativas de los demócratas. A nadie puede extrañar que esas políticas insensatas hayan acabado por engendrar un monstruo como Donald Trump, compendio de populismo xenófobo, zafiedad y arbitrismo, bajo el cielo protector de ese pretendido 'liberalismo' que desdeña toda intervención estatal. Nada nuevo, aquí tenemos también a nuestro propio carajillo party («¿quién me va a decir mí lo que puedo o no puedo beber antes de conducir?», Aznar dixit) y, en nuestra Isla, un pomada party que derogaría todas las normativas de protección medioambiental…

Es lo que suele ocurrir en todas partes cuando los partidos patrióticos se dejan llevar por sus facciones más extremas y sus terminales mediáticas que andan todo los días azuzando hacia políticas 'sin complejos' que restituyan una pretendida grandeza (make America great again le piden a Trump sus feligreses), precisamente cuando EEUU lidera la salida de la crisis y ha dejado de organizar guerras por doquier devolviendo a la diplomacia las relaciones internacionales. Lejos queda para estos neopatriotas globalizados el consenso básico entre liberal conservadores y socialdemócratas después de la Segunda Guerra Mundial, que llevó al mundo occidental a la época de mayor bienestar y justicia social de su historia, hecho que parecen olvidar los debeladores de este tipo de políticas de acuerdos (y cesiones mutuas).

Sentado bajo el ullastre centenario y conmovido por la masacre de Orlando, busco respuestas revisando a Bárbara Ehrenreich, periodista y ensayista norteamericana, que en su libro «Sonríe o muere» atribuye al llamado «pensamiento positivo» buena parte del auge de movimientos ultras como el Tea Party al decirle a cada uno que se merece más y que puede conseguirlo si de verdad lo desea, es decir un puro caso de responsabilidad individual en el que la política no pinta nada (la pobreza sería un fracaso del individuo, nunca de las estructuras sociales). Esta especie de anarquismo de derechas universal ha ido evolucionando de estado mental a elemento ideológico para muchos norteamericanos (y sus abundantes epígonos europeos), nostálgicos del espíritu de la frontera, armas al cinto, y lejos de la tutela/subvención del Estado, el malo de la película…

Llevado al terreno económico ese pensamiento positivo/ trumpiano predica la desregulación libérrima del mercado financiero (el mismo que nos ha llevado a la crisis sistémica), combate la reforma sanitaria de Obama que ha proporcionado asistencia a millones de norteamericanos sin producir el cataclismo económico que auguraban sus gurús económicos, combate las evidencias del cambio climático para no tomar medidas poco gratas a los magnates de la industria, propugna el indiscriminado uso de armas (aunque a última hora Trump parezca desmarcarse en una de sus habituales y estrambóticas piruetas), y en política exterior es partidario de la dialéctica amigo-enemigo y leña al moro (y al mejicano y al diferente en general).

Trump utiliza todo ese mejunje ideológico, lo adereza con su pretendido carácter de emprendedor/competidor/ganador, figura especialmente venerada en los Estados Unidos y por nuestros neoliberales, y lo sazona con un lenguaje y gestualidad de macho alfa (incluso ha sacado a pasear el tamaño de sus genitales) y lo asperja en el feraz terreno de la América profunda. El peligro para el mundo es claro si semejante patán (perdón, triunfador) accede a la presidencia de la nación más poderosa de la Tierra. Las dañinas estupideces de Bush y sus chicos de las Azores podrían quedar en niñerías.

Trump no es más que un síntoma de la enfermedad populista (también la hay de izquierdas como empezamos a vislumbrar por estos pagos) que está infectando el mundo occidental incluyendo a los países de mayor tradición democrática. No es nada raro en una situación de desigualdad galopante, con altas cotas de corrupción en las élites, clientelismo político y descrédito del Estado democrático, el único amortiguador posible de tanto dilate. Atentos.

Tuits ullastrinos:
- Después del debate de la marmota, ¿alguien ve a alguien dispuesto a ceder algo en las inevitables negociaciones post 26-J?

- ¿Conseguirá Florentino con sus habituales y universales presiones pro-Cristiano que el Balón de Oro pase otra vez de largo para don Andrés Iniesta?

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