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Como en un mercadillo

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Aunque legales, no puedo dejar de añadir que son actos poco o nada ejemplarizantes, por no decir que son mercancía de mercadillo político.

¿Qué necesitan unos votos que no tienen para aprobar unos presupuestos generales? Pues nada, ningún problema, basta con echar mano del dinero común de todos los españoles y se les arrima una millonada al gobierno catalán, al vasco o alguna mejora a algún partido canario. En esta caso reciente, parece que vasco y canario. Y uno se pregunta, ¿qué importancia real tienen unos votos más o menos cuando en el mercado hay barra libre? ¿Es eso una demografía democrática o unas voluntades que se dejan comprar por el vil metal? Si rebuscamos en esos mercadillos, caeremos en la cuenta de aquellas otras autonomías que por qué no han recibido la oferta de compra o no han estado dispuestos al mestizaje en la voluntad de voto de sus votantes, lo que finalmente sucede es que se quedan sin el regalo que el gobierno de turno solo por su único y exclusiva voluntad ha ofertado a quien no se ha escudado tras los remilgos y han entrado al trapo sin otros cuidados que trincar el inesperado maná que les viene como llovido del cielo.

Me llama fuertemente la atención que desde los inicios de la democracia cuando el gobierno de turno (Felipe González, José María Aznar, etc.) necesitó comprar voluntades -¡ay perdón!, quise decir adhesiones-, solventaron el problema entre vascos y catalanes. Dos autonomías maestras en esa verdad antigua «del que no llora no mama». Dos autonomías doctoradas en llevar a su aprisco unas prebendas que les mantienen tan separadas en ventajas gobernativas de otras más resignadas a su destino.

No sé si los distintos gobiernos a la hora de ofertar lo que no es suyo (y digo bien) son conscientes de que tales ofertas no han pasado por el tamiz de sus legítimos dueños: la ciudadanía. Seguramente porque todo gobierno y todo presidente, están convencidos que lo más importante son ellos. Craso error, ya que lo más importante es y será siempre la ciudadanía. Un presidente, un gobierno, es en democracia parte de un sistema cuyo poder real está o debería estar en las manos del pueblo. Ellos en puridad son los administradores y administrativos asalariados cuyo contrato hay que refrendar o anular cada cuatro años en las urnas. Pero con harta frecuencia, lo que pasa es que los gobiernos tienen asumido que con ellos la gloria y después de ellos el desastre. Con este credo, hacen de su santa voluntad mangas y capirotes, mientras sus acólitos ríen y aplauden, lo que más de una vez da vergüenza ajena. A veces me pregunto lo mismo que se preguntaba Pilar Manjón Gutiérrez, en sede parlamentaria: ¿pero de qué se ríen ustedes?, cuando estaban sus señorías tratando nada más y nada menos que del 11 de marzo más triste de la historia de España.

Ningún gobierno desde la muerte del dictador hasta la fecha ha hecho un esfuerzo visible que hiciera ver a la ciudadanía que la clase política tiene asumido su condición de asalariados a cargo de los votantes que los eligen para administrar el país, pero no para que una vez elegido se crean que el cortijo es suyo.

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