No son buenos tiempos para la libertad en general y para la libertad de expresión en particular. En lugar de defender el derecho estamos centrados en remarcar los límites y en condenar a quienes los superan. La última semana ha sido prolija en ejemplos. La legislación sobre la protección de datos ya levantó el primer muro. La interpretación sobre el delito de odio también permite condenar por ejercer el derecho a expresarse. En muchos casos el revuelo mediático y el argumentario político elevan una gamberrada, una expresión excesiva, amenazadora o irreverente, que seguramente merece una sanción, a un caso de interés general y a condenas demasiado duras.
Es curioso comprobar como la necesidad de preservar algunos derechos como la salud, la seguridad del tráfico, la intimidad, el honor, la igualdad de sexos, ha generado la aprobación de normas represivas, que limitan la libertad de los vecinos de esta sociedad cada día más compleja. Y al amparo de los agravios surgen las ideologías radicales que dicen defender la democracia ante los abusos, cuando en realidad se encontrarían más cómodas en un totalitarismo «de los nuestros». Ya casi nadie cree que la libertad de expresión consiste no tanto en decir lo que uno quiera sino en respetar las opiniones que no compartimos.
En materia de expresión, las redes se llenan de noticias falsas, insultos, acusaciones anónimas, que si fueran consideradas al pie de la letra saturarían los juzgados. Muchas veces quienes se enfurecen por estas opiniones después vociferan las contrarias.
Los políticos ya no generan la energía que transforma la sociedad, sino que acomodan su discurso a las corrientes para exhibir una luz más brillante en su cartel electoral. Por eso es el turno de los ciudadanos. Si no somos capaces de actuar como demócratas no culpemos al sistema de sus errores y miserias. Un poco más de generosidad y menos radicalismo.