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¿Tiene caldereta sin langosta?

Somos princesas. Somos dragonas

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Un padre y un hijo viajan en coche. Tienen un accidente grave. El padre muere en el acto y al hijo se lo llevan al hospital porque necesita una compleja intervención quirúrgica de emergencia. Llaman a una eminencia médica para atenderlo. Sin embargo, cuando llega y ve al paciente dice: «No puedo operarlo. Es mi hijo». ¿Cómo se explica esto? Éste es el acertijo que propusieron a un grupo de personas y que recoge un vídeo que se ha hecho viral en los últimos días a propósito del Día Internacional de la Mujer.

ALGUNOS de los participantes dijeron «no puede ser». Otros dijeron que «ni idea». Una chica dijo «es imposible, el padre está muerto». Incluso un joven consideró que el «padre» fallecido era un sacerdote y el que iba a operar al niño era su verdadero padre. A pesar de la sencillez del acertijo, pocas personas consiguieron dar con la respuesta correcta: la madre es la reputada doctora a la que han llamado para operar al niño. ¿Por qué la mayor parte de los participantes no valoraron esta posibilidad? Ello es debido a la llamada «parcialidad implícita». Cuando somos niños, nuestro cerebro inconsciente aprende de lo que nos rodea y establece conexiones neuronales entre diferentes conceptos. En este caso, la conexión era hombre = eminencia médica. Esas relaciones neuronales, aunque tienen un origen cultural, se vuelven parte de un proceso automático que nos acompaña toda la vida. Por tal motivo, hasta las personas más feministas pueden dudar a la hora de resolver este acertijo porque el cerebro inconsciente puede contradecir los valores en los que creen, entre ellos, la igualdad de género.

En ocasiones tendemos a pensar que la plena integración de la mujer en la sociedad depende de políticas públicas, serias y eficaces, que persigan dicha finalidad. No puede negarse la importancia de las reformas legislativas que pueden abordarse en esta materia. Baste señalar, por ejemplo, que se lograría una mejor integración de la mujer en el mundo laboral mediante un replanteamiento serio del permiso de maternidad/paternidad de tal manera que el empresario no opte por la contratación de un hombre al considerar que «solo estará cuatro semanas de baja». Sin embargo, el experimento del vídeo refleja que las políticas públicas no deben olvidar la necesidad de un esfuerzo colectivo para superar determinados patrones culturales. Cuando un hombre dice que «ayuda a su mujer en casa», en realidad, está reconociendo que las tareas domésticas no son su cometido. No se trata de ayudar en tales tareas, sino de aceptar la responsabilidad de ambos progenitores. Frases como «se te va a pasar el arroz» suponen admitir que la función principal de las mujeres es la maternidad. Cuando un hombre cuestiona la ropa que viste una mujer («muy recatada» o «muy provocativa») está emitiendo un juicio moral que vincula su apariencia con su comportamiento sexual y, en definitiva, su dignidad como persona. Estos patrones culturales –aunque no lo reconozcamos- están presentes en el lenguaje que utilizamos. Un estudio efectuado por Sue Lees en 1986 entre alumnos de varios institutos de entre 15 y 16 años concluyó que había falta de asimetría en los insultos que podían decirse a chicos y a chicas. No existía ningún equivalente a «zorra» en el catálogo de insultos que pueden decirse a un chico que tenga un contenido tan despectivo y peyorativo como lo tiene para una mujer. Estos patrones culturales afectan, incluso, a la propia estructura de los edificios. ¿Por qué los cambiadores de bebés suelen estar en el lavabo de señoras? ¿Existe algún motivo para no instalar estos cambiadores en el aseo de caballeros? ¿Acaso estamos admitiendo de forma implícita que el cuidado de los menores es responsabilidad exclusiva de las madres?

AVANZAR EN IGUALDAD de género constituye una necesidad de justicia. La sociedad del futuro reclama un espacio donde hombres y mujeres –iguales pero diferentes- pueden enfrentarse en igualdad de condiciones a los retos que surgen en la vida. Es posible que el cambio definitivo se produzca cuando no se cuestione a una mujer por no tener hijos. O no se juzgue su valía profesional por su forma de vestir. O cuando todos concluyamos que la «eminencia médica» puede ser una mujer. Queda un largo camino por recorrer en el que, sin duda, nos ayudarán las palabras de la filósofa inglesa Mary Wollstonecraft del siglo XVIII: «Yo no deseo que las mujeres tengan poder sobre los hombres, sino sobre ellas mismas».

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