Hay enfermedades que suenan al pasado y que algunos encadenamos en nuestra infancia sin piedad: 15 días de sarampión y cuando ya ansiabas ir al colegio, las paperas. Después llegaron las vacunaciones masivas contra la rubeola, enfermedad especialmente peligrosa para las mujeres, ya que durante el embarazo puede provocar importantes daños al feto. Recuerdo también aquel compañero de instituto con problemas para caminar porque había padecido de niño la poliomelitis.
Todas ellas son enfermedades de declaración obligatoria que hoy día se someten a una estrecha vigilancia y control por las autoridades sanitarias. Gracias a ello, y a las campañas de vacunación universal, se ha logrado por ejemplo que el año pasado (con datos cerrados en febrero de 2018) no se registrara ningún caso de rubeola y sarampión en Menorca. Sin embargo los médicos, en diferentes países desarrollados con una amplia cobertura vacunal, están preocupados por las resistencias, no solo de virus y bacterias, sino también de algunos padres a inmunizar a sus niños. Es normal cuestionarse todo lo relacionado con la salud de los hijos; ningún medicamento es cien por cien inocuo pero, ¿vale la pena asumir el riesgo de que contraigan dolencias graves, que dejan secuelas o incluso pueden ser mortales?
A todas luces no. Hay movimientos, a los que algunos rostros de actores famosos han visibilizado, en contra de la vacunación. Un estudio que se demostró erróneo la asoció a trastornos como el autismo. Esa actitud –curiosamente surgida en países occidentales mientras en otros luchan por erradicar enfermedades–, está provocando que algunos niños no sigan el calendario de vacunación, y lo malo es que no solo se ponen en riesgo ellos y sus familias, sino que también pueden contagiar a otros en las escuelas. La llamada del Servicio de Epidemiología es a cumplir con esa obligación, para no retroceder en un logro importante de salud pública, que ha permitido reducir la mortalidad infantil. No hay que infravalorar estos movimientos y hay que convencer a los padres.