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¿Tiene caldereta sin langosta?

Genes, azar y destino

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A finales de 2018 el científico chino He Jiankui y su equipo de la Universidad de Ciencia y Tecnología del Sur (China) anunciaron por primera vez en la historia el nacimiento de dos bebés que habían sido modificados genéticamente. El científico había seleccionado a varias parejas que eran portadoras del virus del VIH. Su objetivo era modificar el genoma de sus embriones para hacerlos inmunes a la enfermedad de los padres. Tras la fecundación in vitro, el equipo del doctor Jiankui utilizó una especie de «tijeras moleculares de precisión» para dejar inactivo el gen CCR5 que el virus del SIDA utiliza para atacar el sistema inmunológico humano. Tanto en el laboratorio como tras la implantación en la madre, los científicos comprobaron que, al parecer, el código genético de los bebés se desarrollaba correctamente y no había mutaciones genéticas imprevistas.

Después del nacimiento de las niñas, Lulu y Nana, el doctor Jiankui publicó un vídeo en Youtube donde explicaba los resultados obtenidos con su experimento. «Entiendo que mi trabajo será controvertido, pero creo que las familias necesitan esta tecnología, y estoy dispuesto a aceptar las críticas. No puedo pensar en un regalo más sano ni más bello para la sociedad que dar a una pareja la oportunidad de empezar una familia llena de amor», apuntaba el doctor. Apenas unas horas después, se desató un intenso debate en la comunidad científica. El Comité Académico de la Universidad consideró que la conducta del doctor «había violado gravemente la ética y los códigos de conducta académicos». Algunos expertos en bioética consideraron que se trataba de un experimento «monstruoso» porque los embriones estaban sanos y no padecían ninguna enfermedad genética que justificase la manipulación de su genoma. Otros autores incidieron en que la ciencia todavía no había determinado con certeza los riesgos asociados a la terapia. Ninguna revista científica ha podido comprobar el experimento del doctor Jiankui y, tras el revuelo mediático, se encuentra en paradero desconocido.

A comienzo de los años setenta del siglo XX, los biólogos moleculares desarrollaron las técnicas de manipulación genética. Por un momento, les surgieron dudas acerca de lo que estaban haciendo. ¿Era lícito cambiar el código de la vida? «Estamos en una situación como la anterior a Hiroshima. Sería un desastre si uno de los agentes que ahora estamos manejando en investigación fuera canceroso para el ser humano», dijo el biólogo Robert Pollanck, en referencia a los riesgos que se derivaban de aquella técnica experimental. Cuarenta años más tarde, la ciencia ha seguido un curso imparable hasta el punto de abrir nuevos campos de investigación que permiten cambiar aquello que nos define como especie. Hasta la fecha, todos somos fruto del azar. Nacemos con un patrimonio genético único e irrepetible. Nadie ha modificado ese enorme mapa microscópico que define y orienta nuestra vida. Sin embargo, la ciencia ya está en condiciones de intervenir en ese azar mágico que nos ha traído hasta aquí. Se trata, sin duda, del mayor cambio en la historia de la Humanidad. Ante este desafío, debemos reflexionar sobre las implicaciones éticas de este cambio. ¿Podemos modificar nuestro genoma para prevenir una enfermedad? ¿Cuál es la diferencia entre curar y mejorar? ¿Qué repercusiones tendrá la manipulación de nuestro patrimonio genético? ¿Estamos modificando las reglas de la evolución? Si permitimos modificar el genoma para prevenir una enfermedad, ¿por qué no aplicar este procedimiento para cambiar el color de los ojos, mejorar la inteligencia o aumentar la longevidad?

El experimento del doctor Jiankui abre las puertas a un mundo desconocido. Cuando no se tiene evidencia constatable de los riesgos, debe aplicarse la prudencia y la precaución, máxime cuando la edición genética va a afectar a las generaciones futuras. Sin darnos cuenta, podríamos estar creando una sociedad fracturada entre los «mejorados» genéticamente y los «no mejorados». ¿Qué papel tendría cada uno de ellos? Quizá sea el momento de recordar aquellas palabras que, hace más de treinta años, el escritor norteamericano Jeremy Rifkin expresó en su libro «Algeny»: «A cambio de asegurar nuestro propio bienestar físico, nos vemos forzados a aceptar la idea de reducir la especie humana a un producto diseñado tecnológicamente. La ingeniería genética plantea la más fundamental de las cuestiones. ¿Merece la pena garantizar nuestra salud trocándola por nuestra humanidad?».

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