Hace 50 años que pisamos la Luna por primera vez. Neil Armstrong fue el hombre que dejó su huella sobre nuestro satélite, en aquella misión del Apollo XI. Pero digo pisamos porque estos hitos pertenecen a la familia o especie humana, a la Humanidad entera. En este caso, fueron americanos, como otras veces y otras gestas fueron españoles, ingleses, italianos o egipcios. Aquí las divisiones no importan. Igual que si echamos a perder el planeta, nos fastidiaremos sin distinción ni remedio. La muerte nos hermana por encima de nuestra diversidad y desigualdades. La vida es un hecho biológico pero, sobre todo, biográfico. Nació tal día y falleció este otro. Ese lapso de tiempo es vivir. No solo respirar o comer o dormir, sino hacer, ilusionarse y compartir. Mi padre me decía que estaba en la Luna, pero el que estuvo era Neil. Contemplarla, hacer poemas sobre ella o besarse bajo su luz trémula no es pisarla. Dejamos nuestra huella en la tierra, en el mar y más allá. Allí donde vamos, lo transformamos todo para bien o para mal. Queremos llegar hasta los confines del universo. Naturaleza virgen queda poca. Porque somos conquistadores. No en el sentido de ligones sino en el de depredadores. Claro que tenemos conciencia e incluso, mala conciencia. Sabemos lo que hemos hecho mal. Nos arrepentimos de cosas o renegamos de otras. Nos imaginamos lo que podría existir aunque todavía no exista. Somos astronautas de la nave Tierra.
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